Por Aquiles Córdova Morán
Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional
No habían transcurrido ni cuatro horas de haber enviado mi colaboración anterior, en la que hablaba del clima de inquietud e inconformidad que se adivina en todo el país, cuando me enteré del asesinato del Dr. Rodolfo Torre Cantú, candidato del PRI a la gubernatura de Tamaulipas.
De inmediato tuve la sensación de que los peligros que nos acechan son mucho más ingentes y próximos de lo que yo había supuesto. Y ahora, echando una rápida mirada retrospectiva a lo que acabamos de vivir con motivo de los comicios del 4 de julio, encuentro que, al menos desde mi punto de vista, hacía muchos años que no se daba tal crispación social, tal ominosa sensación de imprecisas pero graves amenazas y peligros flotando en el ambiente. Hace mucho que no se veía tan descontrolada exacerbación de los ánimos entre candidatos y partidos contendientes; la puesta en práctica de recursos tan innobles, tan agresivos y gansteriles (que no se detuvieron ni siquiera ante la abierta violación de la ley) contra los adversarios; un lenguaje tan soez, tan lleno de injurias y descarnadas revelaciones de las intimidades personales y familiares de los candidatos, sin ninguna consideración a nada ni a nadie. Menudearon las imputaciones graves, devastadoras, constitutivas de delitos sancionados por la ley, sin que los acusadores se molestaran en explicar por qué no han procedido conforme a derecho y, derivado de ellas, las amenazas de persecución y cárcel (léase represalias) en contra del adversario. En resumen, parecía como si nos halláramos en vísperas de una inminente guerra civil.
Pero se equivocaría quien viese en todo esto sólo una barahúnda, una guerra de lodo de todos contra todos. En realidad, el clima de altísima irritación social que así se construyó y se atizó (y que se sigue alimentando, por supuesto) tiene una lógica clara y precisa, un hilo conductor que es el que explica tanto la forma como el contenido de la guerra sucia. Ese hilo conductor es el acuerdo, no sé si expreso o sólo tácito, pero indiscutiblemente existente, de todos los partidos políticos con fuerza suficiente para disputar el poder de la nación, para cerrarle el paso, a como dé lugar y cueste lo que cueste, al partido que, según ellos, es la “bestia negra”, el único responsable de todos los males y desgracias de la nación, el Partido Revolucionario Institucional, el PRI. Mucho puede decirse sobre esto último, pero no es mi asunto de hoy. Lo que quiero resaltar es que la virulencia, que la peligrosa desmesura (falsa en algunos casos) y la curiosa unanimidad con que se le atacó en la jornada electoral reciente, no está motivada por el análisis riguroso de su papel en el México del siglo XX, sino por su innegable repunte en la simpatía del electorado nacional. Eso es lo que ha ocasionado que sus contrincantes lo vean como la verdadera amenaza, como el enemigo a vencer en sus propósitos de conservar el poder (que ya consideran suyo), o para alcanzarlo los que creen tener más derecho que el priismo “corrupto y autoritario”. Por eso, la ferocidad y descompostura de la campaña fue directamente proporcional a las posibilidades del PRI de retornar al gobierno del país; por eso sus competidores, sin importarles la endeblez de su argumentación (¿es que lo único que hace falta a los mexicanos pobres es cambiar de amo?), han elevado a categoría de tarea patriótica, de sagrado deber de todo buen mexicano, sacar al PRI de las posiciones que aún conserva y cerrarle el paso a la Presidencia de la República a como dé lugar. Sólo les falta (y confieso que no sé por qué) un último paso lógico: exigir que se ponga a ese partido fuera de la ley.
En tal clima de crispación social y de descalificación moral, política e histórica de su partido, el asesinato del Dr. Torre Cantú (y los demás asesinatos y actos de violencia cuyo recuento está pendiente) no debe resultar una sorpresa para nadie. Y me apresuro a puntualizar, por si las dudas, que no estoy señalando (ni insinuando tampoco) a ningún culpable, pues considero, como siempre, que eso es función y responsabilidad exclusiva e inalienable de los órganos encargados por ley de impartir justicia. Y justamente por eso, tampoco acepto como legítimo que alguien, sólo respaldado por su cargo o por el poder mediático de que dispone, se tome la atribución de prejuzgar y condenar, antes que lo hagan los órganos especializados, al villano de moda, esto es al “crimen organizado”. No podemos, y no debemos seguir por este camino, porque el riesgo es mayúsculo para todos: si seguimos culpando sin más al “crimen organizado” sólo porque sabemos que la opinión pública está predispuesta en su contra, estaremos creando la mejor cobertura, la coartada perfecta para que la delincuencia común (y no tanto) se lance a obrar a sus anchas, confiada en que todo caerá sobre la cabeza de ese ubicuo enemigo público.
La paz social y la seguridad de los mexicanos ya estaba asediada antes de las elecciones: por el verdadero crimen organizado; por la delincuencia no organizada o semiorganizada (extorsión telefónica, asaltos a domicilios y a personas, robo de autos, secuestros reales y virtuales, venta de protección a personajes ricos o poderosos y a negocios chicos y grandes, violaciones, etc., etc.), por la pobreza, por la falta de empleos y de servicios, por la justicia venal al servicio de quienes pueden pagarla y más. La violencia verbal y real desatada en torno a los comicios ha venido a añadir un ingrediente más a este peligroso coctel. ¿Es juicioso, acaso, cerrar y estrechar el cerco en torno a la paz pública y a los derechos sociales? ¿Es inteligente tender un manto de impunidad sobre la delincuencia desatada, echando la culpa de todo al “crimen organizado” sin el respaldo jurídico necesario? ¿Es saludable hacer de la lucha democrática una antesala de la guerra civil, sólo para cerrarle el paso a un enemigo al que se teme? ¿No sería mejor, en estas condiciones, recordar la vieja, pero siempre útil, enseñanza del aprendiz de brujo?
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