Por Teresa Gurza
No quiero que termine este año del centésimo aniversario de la Universidad, sin referirme a dos de sus glorias.
Se trata de los hermanos Edmundo y Juan O´Gorman, que están entre las personas más interesantes que he conocido.
Totalmente distintos entre ellos, Edmundo fue durante dos años mi profesor de Historia de la Filosofía y Filosofía de la Historia en la UNAM; y sus clases eran tan buenas, que se llenaban de estudiantes y de “oyentes”.
Algunas de éstas entraban a la clase rodeando al maestro O´Gorman como una corte de adoradoras; se sentaban en la primera fila, no dejaban que nadie se le acercara y lo miraban durante todo el tiempo, con caras arrobadas.
No pretendí formar parte de ese grupo, pero como acababa yo de terminar el Bachillerato y estaba recién salida de 13 años en colegio de monjas, me sentía bastante mensa, en comparación con esas mujeres de pelos enlacados y ojos muy pintados, que cruzaban la pierna con estilo, y fumaban en sofisticadas, largas y doradas boquillas cigarros de colores.
Así que pensando que si no fumaba O´Gorman nunca voltearía a verme, decidí aprender; y varias tardes entre clase y clase me encerré en algún baño con los consiguientes mareos.
Por supuesto que esa tontería no me sirvió para mis propósitos, que logré de mejor manera sacándome buenas calificaciones en sus materias; y sí para agarrar el vicio, que tuve durante casi tres décadas y me costó bastante dejar.
Aún recuerdo muchas de las brillantes clases de O´Gorman; pero hay una que hasta la fecha me produce agobio por lo que pienso, significó para él.
Ese día nos explicaba con detenimiento que Galileo había sido el primero en dividir a la Tierra en grados, cuando una muchacha muy frondosa y que asistía a la universidad vestida con bastante exageración, se paró y pidió hacer una pregunta.
Echando la melena hacía atrás, nos volteó a ver a todos como para que viéramos bien la inteligente compañera que teníamos, y con voz entre sensual y apantallante preguntó: ¿Maestro, los grados eran centígrados o de Farenheit?
Quedamos mudos; y en medio de ese silencio angustiante, O´Gorman se quitó los lentes, los dejó caer sobre la mesa, y preguntó “¡señorita habla usted en serio? Porque si es así, he fracasado rotundamente como maestro”.
Su hermano Juan era también de fuerte personalidad; pero no tenia adoradoras, públicas por lo menos, y aunque era bastante hosco parecía menos creído que Edmundo.
Lo conocí en mis primeros tiempos como periodista porque le hice dos o tres entrevistas mientras pintaba atareado en el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec, el mural sobre el sufragio efectivo y la no reelección con Madero entrando a caballo entre una multitud que lo vitorea, o retocaba el fresco El Feudalismo Porfirista.
Era un verdadero obrero de la pintura; trabajaba intensamente y con overol durante horas; y llevaba su propio lunch, que comía ahí mismo para no perder tiempo saliendo a otra parte.
Para mi sorpresa un día me llamó por teléfono y me pidió si podía ir a verlo, porque quería tomarme como modelo.
Casi me desmayé de felicidad, y le informé a cuantos pude de la solicitud que me había hecho el ilustre pintor. Ya me veía yo inmortalizada como un ángel victorioso o una patria redimida.
Así que el día que habíamos convenido, llegué al Castillo con mis mejores galas y hasta maquillada.
Al verme entrar, don Juan caminó a encontrarme para darme la bienvenida y me dijo “Teresa, te agradezco que hayas venido y disculpa mi petición, pero tienes el pie izquierdo más perfecto que he visto y quiero copiarlo”.
Tras la desilusión de esa mañana, de la que por supuesto no le dije nada, me quedó la costumbre de mirarle los pies a todo mundo, para descubrir la diferencia con los míos; sobre todo con el izquierdo.
Y me ha dado tristeza descubrir decenas de personas con callos en los dedos, hongos en las uñas, o pies deformados por los juanetes.
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