* Por su aridez y su fauna de reptiles venenosos, la región que habita la tribu Tohono O’odham, libre del alcance de la Patrulla Fronteriza, se ha convertido en el lugar favorito para ir al vecino país, pero también en una trampa mortal.
Luego de revisar que no hay serpientes ocultas en el polvo, Mike Wilson descarga una decena de bidones de agua de una vieja camioneta pick up, destartalada por el paso de los años.
Después de decir una plegaria, coloca el agua en medio del desierto en forma de cruz. Es para cualquier migrante sediento que cruce hacia Estados Unidos desde México. “Nadie merece morir por no tener un vaso con agua”, dice. “No aquí, no en nuestras tierras”.
Wilson es integrante de la tribu Tohono O’odham —traducido como “Gente del desierto”—, un grupo indígena que ha hecho de los valles desérticos del sur de Arizona y el norte de Sonora su hogar durante los últimos mil años y en cuya reserva, enclavada en el corazón del desierto del Sásabe, han muerto entre 400 y 800 migrantes en la reciente década.
Por su aridez, alta población de serpientes de cascabel y distancia de cualquier centro habitacional, la reserva se ha ganado el mote de “corredor de la muerte”. Es el punto más peligroso —y socorrido—para cruzar clandestinamente desde México a Estados Unidos, con quizá hasta mil diarios, de acuerdo con cálculos de la Patrulla Fronteriza.
Aunque 400 cadáveres han sido encontrados en tierras tribales desde 2000, la organización humanitaria Fronteras Compasivas calcula que decenas de cuerpos de migrantes permanecen perdidos aquí, abandonados para siempre en zonas a las que sólo tienen permiso para ingresar integrantes de los Tohono O’odham.
Para los blancos e hispanos, está prohibido cruzar las fronteras de esta nación, a menos que cuenten con un permiso especial del gobierno tribal, con base en la ciudad de Sells.
“Los Tohono O’odham tenemos una responsabilidad moral con estos migrantes”, señala Wilson, uno de los pocos activistas humanitarios de la nación indígena. “No podemos permitir que tantas personas sigan muriendo en el desierto. Pero el gobierno tribal no quiere asumir ninguna carga. Prefiere ignorar tanta muerte y sufrimiento en el desierto”.
La visión de Wilson sobre la responsabilidad de la tribu con los migrantes es minoritaria: el gobierno tribal prohibió hace un año la instalación de barriles de agua para personas perdidas en el desierto, con el argumento de que incentivarían la migración ilegal a través de la nación india.
“Los Tohono O’odham somos un pueblo compasivo que históricamente hemos ayudado a todos los que viajan por nuestras tierras. Sin embargo, la migración ilegal y el tráfico de personas por nuestros corredores han resultado en crímenes y contaminación y llenado de temor a nuestras comunidades locales. Por eso hemos sido obligados a tomar acciones”, dijo el año pasado el líder de la tribu, Ned Norris.
Aunque con ello se ha ganado enemigos en el gobierno local, Wilson decidió ignorar la orden oficial por considerar la asistencia a personas en peligro como “un deber moral”. En respuesta, la policía tribal decomisó sus barriles de agua, un total de ocho, ubicados en puntos a los que bautizó como San Mateo, San Marcos, San Juan y San Pablo.
Desde entonces, ya sin barriles de gran capacidad, Wilson deja bidones de 12 litros que, dadas las condiciones desérticas, pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte. Pero incluso éstos se han convertido en blanco de ataque constante por parte de personas opuestas a la migración ilegal. Porque dentro de la nación hay quienes no quieren tener nada que ver con indocumentados.
“Mira esto”, dice, mientras se acuclilla frente a una de sus estaciones de agua en el desierto y toca con las yemas de los dedos el polvo. “Esta tierra fue removida por haber derramado el agua. No sé si fue un ranchero, un policía tribal o la Patrulla Fronteriza”.
Culpables aparte, un dato es real: alguien decidió tirarla antes que permitir que los migrantes tuvieran acceso a ella.
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La crisis migratoria que ha azotado a Arizona y Sonora en los 15 años recientes literalmente ha engullido a la reserva Tohono O’odham. Empobrecida, con 60 por ciento de su población en el desempleo, la nación lucha para hacer frente al cruce de miles de personas por sus tierras tribales.
Reorientados por la mayor presencia de la Patrulla Fronteriza en zonas menos remotas, los flujos migratorios han afectado en los últimos cinco años incluso a la montaña más sagrada de los Tohono O’odham, el Pico Baboquivari, donde —dice su tradición—el dios I’itoi creó a los humanos.
Hoy, gracias a que la Patrulla Fronteriza no tiene presencia en esa zona, los migrantes cruzan por las faldas del pico, donde se han encontrado varias toneladas de basura.
En Sells, la capital de la nación, la historia es la misma. Sus hospitales, financiados con dinero obtenido de las ganancias de varios casinos —como muchos otros indígenas, los Tohono O’odham incursionaron en el negocio de las apuestas—, se han visto saturados de migrantes mexicanos encontrados en el desierto que han tenido que ser atendidos de emergencia.
Ha sido un golpe fuerte para las finanzas y el orgullo de una nación que puede describirse como una isla del tercer mundo en el primero.
La presencia de miles de migrantes también ha distorsionado la economía local. De acuerdo con distintas denuncias, redes de tráfico de indocumentados encabezadas por indígenas han brotado por toda la nación Tohono O’odham, donde los índices de violencia han despegado recientemente.
La crisis de inseguridad ha sido tal que The Runner, el único periódico de la comunidad, publicó a ocho columnas un anuncio oficial el pasado 2 de julio. “La comunidad de Sells usará el destierro para combatir el crimen”.
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A fines de los años 80, Wilson dio un giro radical a su vida, transformación que le enroló en un seminario religioso y estudiar para sacerdote. Aunque no concluyó sus estudios, terminó como laico en la iglesia San Francisco de Tucson, fuertemente influenciada por la teología de la liberación.
“Ahí me enteré que los mexicanos estaban muriendo en la frontera, en nuestra reserva”, dice. “Me pregunté entonces: ‘¿pastor, no tendrías que estar haciendo algo por tu rebaño?’ La respuesta fue sí. Poner agua para los migrantes es una decisión moral”, recuerda.
Todo ese cambio fue detonado por sus vivencias en Centroamérica. Porque antes de ser activista promigrante, antes incluso de estudiar religión, Mike Wilson fue sargento mayor de las fuerzas especiales del Ejército de Estados Unidos. Un boina verde enviado por el Pentágono a Latinoamérica para combatir la supuesta expansión del comunismo.
En su palmarés tiene misiones en Bolivia y Honduras, sobre todo en El Salvador, donde entrenó a unidades militares que después vieron acción contra la guerrilla en una de las guerras más sangrientas en la región.
“El peso moral de lo que yo hice, de lo que yo ayudé a hacer en El Salvador, de apoyar a una dictadura, fue lo que me convirtió”, dice.
—¿Cómo pudo cambiar tanto?
—Es un camino de fe. Un viaje de fe. La vida no es blanca o negra nada más. Tiene 99 por ciento de gris.
Víctor Hugo Michel/enviado
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