Por Aquiles Córdova Morán
Dirigente Nacional del Movimiento Antorchista
La historia no es nueva y, por eso, no me detendré en sus detalles. Baste decir que, después de casi dos años de gestiones fallidas del antorchismo sinaloense en busca de solución a demandas elementales como aulas para una preparatoria de Culiacán, un paupérrimo subsidio para su albergue estudiantil y 300 lotes para un número igual de familias sin techo
finalmente no les quedó otro recurso (y pido a sus críticos que, si conocen uno mejor, nos lo den a conocer) que salir a la calle para exigir la solución que hasta hoy se les ha negado. Y llevan casi un mes viviendo a la intemperie, mientras sus supuestos mandatarios, es decir, servidores públicos que cobran del erario estatal, o sea, de los impuestos pagados por todos, incluidos los inconformes, los observan desde sus confortables oficinas sin que se hayan dignado, siquiera, repetirles las incumplidas promesas de siempre. Repito lo que he dicho siempre: la clase política mexicana parece haber perdido, no sólo su elemental compromiso con la “justicia social”, lema con que justificaba en otro tiempo su derecho a gobernar; sino que su soberbia y embriaguez de poder han llegado a tal punto que no ve los síntomas de la crisis que se está gestando bajo sus pies, a causa de la brecha entre la indigencia de la mayoría y la opulencia de unos pocos. Pareciera, digo, que ha perdido su elemental instinto de conservación.
Veamos. Es clara, en primer lugar, la guerra abierta contra la garantía constitucional de manifestación pública. Apenas la gente pobre sale a la calle, le cae encima, sin fallar, la consabida campaña mediática, alentada y financiada desde las oficinas gubernamentales, que no se detiene ni siquiera ante la amenaza descarnada. El argumento es siempre el mismo: las marchas “dañan la tranquilidad social” y lesionan “derechos de terceros”, léase el libre tránsito de los vehículos particulares. Es decir, un derecho constitucional de la máxima jerarquía, y tan necesario para medio equilibrar el brutal desbalance entre el poder del gobierno y el de los ciudadanos, es reducido, sin más, a un problema “de tránsito municipal”; la Constitución General de la República es rebajada, así, al nivel de bando de policía y buen gobierno, sin que nadie se acalore por este ataque frontal a la libertad política de los mexicanos ni atienda la causa de fondo que hay detrás de una protesta masiva. Sólo importa la “paz social”, aunque sea nacida del miedo y no de la satisfacción ciudadana. En segundo lugar, está el grave incremento de la pobreza, una realidad inocultable pese a las cifras maquilladas y a la oratoria triunfalista y patriotera de los discursos oficiales. Muchas pruebas se pueden dar al respecto, pero basta con tres hechos innegables: el explosivo crecimiento del comercio informal (el famoso “ambulantaje”), el medio millón de mexicanos que cada año emigra (o intenta hacerlo) a los Estados Unidos, y el brutal crecimiento de la delincuencia de todo tipo. Todo ello se debe al desempleo, a los bajos salarios y a la elevación del costo de la vida (recordar el aumento a la tortilla), incluidos servicios malos y caros como la energía eléctrica.
¿Y qué se está haciendo contra eso? Yo no veo más que programas asistencialistas como procampo, setenta y más, solidaridad, etc., que en buen romance se llama repartir dinero entre los pobres para calmarlos, en vez de atacar las causas de su pobreza. La clase rica, por su lado, hace lo suyo incrementando (más en propaganda que en recursos) la filantropía (teletones, redondeos, etc.), que es otra forma de caridad pública. Hace ya casi 200 años, un ilustre economista y pensador escribió: “Mas para oprimir a una clase, es preciso asegurarle unas condiciones que le permitan, por lo menos, arrastrar su existencia de esclavitud… (pero) el obrero moderno… lejos de elevarse con el progreso de la industria, desciende siempre más y más por debajo de las condiciones de vida de su propia clase. El trabajador cae en la miseria, y el pauperismo crece más rápidamente… que la población y la riqueza”. El autor afirma que se conoce que el proceso ha madurado porque la clase alta se torna impotente para gobernar, ya que “no es capaz de asegurar a su esclavo la existencia, ni siquiera dentro del marco de la esclavitud, (y) se ve obligada a dejarlo decaer hasta el punto de tener que mantenerlo, en lugar de ser mantenida por él”. ¿No es eso, justamente, lo que significan la filantropía privada y pública de nuestros días?
Por último, está la irracionalidad con que se trata a los líderes sociales. Lejos de respetarlos y de tratar de entender sus razones, se los insulta y amenaza culpándolos de la inconformidad social y de “vividores y chantajistas” que, a pretexto de luchar por los pobres, se enriquecen a su costa. En una pirueta de irracionalidad increíble, convierten a la medicina en la causa de la enfermedad y la muerte del enfermo, y el trato que se da a los dirigentes antorchistas en todo el país me exime de más pruebas al respecto. En éste contexto es como se explica el caso Sinaloa: detrás del plantón están casi dos años de sordera oficial para atender la demanda de 300 familias sin techo. No hace ni una semana que supimos la inaudita noticia de que, una manifestación convocada por el Ayuntamiento de Apatzingán, Michoacán, en demanda de seguridad, se convirtió espontáneamente en apoyo a un “capo de la droga” (así lo llamó el gobierno) recientemente abatido por la fuerza pública. Todos los medios informativos se escandalizaron por el hecho y se preguntaron angustiados qué está pasando en el país. Creo que están, que estamos en lo correcto todos los que vemos en esto un signo ominoso, peligroso en extremo para el futuro de nuestra democracia. Pero lo que ya no me parece tan justificado es el desconcierto y la duda sobre las causas del fenómeno: es la política de inequidad social, de menosprecio y represión a las demandas populares por parte de los gobernantes, lo que está ocasionando este vuelco de la opinión pública, y lo que pasa en Sinaloa es un pequeño botón de muestra. El que tenga oídos para oír, que oiga.
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