TIJUANA.- En nombre del Sr. Arzobispo Metropolitano, Monseñor Rafael Romo Muñoz, al celebrarse hoy el “Día de la Libertad de Expresión”, nos unimos a todos quienes, por su profesión, se dedican de manera particular a transmitir la verdad de la vida social y política de nuestro país y el mundo.
La pasión por la verdad tiene dos raíces. Una específicamente cristiana: Dios es un Dios de la verdad, "Dios no miente", palabras aparentemente rutinarias pero realmente explosivas, pues con ellas -usando a Dios como criterio inapelable- se desenmascara la mentira de los humanos. La otra, cristiana también y confirmada por la experiencia cotidiana, es que la verdad está a favor de los pobres (y a veces es lo único que tienen a su favor): la verdad les saca del anonimato al que condena la sociedad, y por ello la verdad los devuelve a la realidad y, así, al mínimo de dignidad. La verdad les hace posible tomar conciencia de lo que son y de lo que otros han hecho con ellos. La verdad propone los cambios que hay que recorrer para la transformación de estructuras. La verdad les da esperanza y ánimo para el trabajo y la lucha. La gran verdad para los pobres es que Dios les ama. La verdad les hace descubrir, quizás por primera vez en siglos, su verdad”[1].
Una verdad que no puede ser callada, esclavizada, oprimida o manipulada por los poderosos, esta verdad se anuncia con coraje y valentía, decía el Papa Juan Pablo II a los comunicadores, recordando y actualizando las palabras con las cuales iniciaba su pontificado.
“¡No tengáis miedo a la oposición del mundo! Jesús nos ha asegurado «Yo he vencido al mundo”» (Jn 16,33)”. “¡No tengáis miedo a vuestra debilidad y a vuestra incapacidad! El divino Maestro ha dicho: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Comunicad el mensaje de esperanza, de gracia y de amor de Cristo, manteniendo siempre viva, en este mundo que pasa, la perspectiva eterna del cielo, perspectiva que ningún medio de comunicación podrá nunca alcanzar directamente: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2, 9)[2]”.
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