Por Teresa Gurza.
Mientras mujeres de todo el mundo protestaban por el maltrato y exigían justicia en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, moría en Buenos Aires el dios del futbol Diego Armando Maradona.
Acontecimientos sin nada que ver, pero que movilizaron multitudes.
Desde 1981 la ONU recuerda con ese día, a Patria, Minerva y María Teresa Mirabal; asesinadas el 25 de noviembre de 1960, por la policía del dictador dominicano, Rafael Leónidas Trujillo.
Ahora, Phumzile Mlambo-Ngcuka directora ejecutiva de ONU Mujeres, precisó que 243 millones de mujeres y niñas de todo el mundo, sufrieron violencia el 2019 y hubo más de 90 mil femicidios; 9 al día en México.
En la mitad, el asesino fue la pareja o un familiar cercano; y la pandemia ha multiplicado por cinco, las llamadas de auxilio de las confinadas con sus agresores.
Entre lo poco positivo del año, está la aprobación en Escocia de una ley que obliga a regalar productos gratuitos para la menstruación.
La muerte de Maradona, que decía nació “en un barrio privado; privado de luz, agua y teléfono” y de quien Juan Villoro escribió en Reforma “trataba a Dios como compañero de equipo y le decía El Barbas”, conmocionó Argentina y me recordó, otro duelo oficial en ese país.
Estaba yo en el hotel Alvear de Buenos Aires la mañana del primero de julio de 1974 y había subido a la habitación después de desayunar, cuando sonó el teléfono y la camarera que aseaba mi cuarto, contestó.
La escuché llorar y tras decirme que su novio, primo de un amigo del chofer de Juan Domingo Perón, le había avisado que el general había muerto, salió destapada.
Prendí la televisión, pero nada decía; así que me puse un abrigo obscuro y en taxi fui a la quinta presidencial de Los Olivos.
No entiendo cómo pude entrar y llegar a un salón, donde una mujer diminuta parecía estar siendo regañada por un hombre alto.
Me vieron, gritaron, y salí escoltada por personal de seguridad.
Para entonces había ya afuera, reporteros locales y un colega del Comercio de Lima, que atribuyó mi entrada a ese lugar tan custodiado a la confusión del momento, “se rumora que Perón acaba de morir”.
Regresé al hotel a dar por teléfono al Canal 13 de México, dónde entonces trabajaba, la noticia del fallecimiento y me senté frente a la televisión.
A las 2 de la tarde 10 minutos aparecieron, enlutados, la señora bajita y el señor alto.
Eran María Estela Martínez, segunda esposa de Perón en ejercicio de la presidencia desde hacía dos días por la gravedad del general; y José López Rega, político y policía apodado El Brujo, organizador de la terrorífica Triple A, y con gran influencia sobre el matrimonio.
Informaron que Perón sufrió un paro cardíaco a las diez 25 de la mañana, y murió a la una y cuarto de la tarde.
Por problemas laborales en las empresas periodísticas, ese día no hubo diarios; y durante tres días la televisión solo trasmitió un reloj con las manecillas en la una 15 y música sacra, pero en segundos se enteró toda Argentina.
Los restos de Perón vestidos con uniforme militar, fueron velados esa noche en Los Olivos; trasladados por la mañana a la Catedral para misa de cuerpo presente y después al Palacio Legislativo, donde permaneció hasta la mañana del jueves 4.
Con las horas, llegaron políticos, arzobispos, y dirigentes gremiales, que dijeron discursos o responsos, periodistas y presidentes latinoamericanos.
Y desfilamos frente al féretro decenas de miles de argentinos, una mexicana y un corresponsal en Chile de la CBS, con quien había compartido varias coberturas de prensa y que cuando supo estábamos en el mismo hotel, me sugirió ir juntos al Congreso.
Era invierno austral, hacía frío y llovía, pero nada detenía a la llorosa multitud en fila para despedirse de Perón, y dejaba sillas apartando sitio mientras iba a cualquier mandado.
Arreglos de flores, atestaban las paredes de la Catedral y el Congreso; y gente, las avenidas el Callao y del Libertador.
Finalmente llegamos frente al abierto ataúd rodeado de personalidades y donde sobresalían las condecoraciones y la prominente nariz de Perón.
Buenos Aires se paralizó.
Los relojes públicos quedaron fijos en la una quince, no abrían comercios o restaurantes, las flores se pudrieron, la basura se acumulaba, las calles apestaban, la cola seguía y el gringo gerente del Alvear, ayudado por su esposa y amigos, hacía sandwichitos para los huéspedes y pedía disculpas por la falta de comida y aseo; porque no quedó en el hotel un solo trabajador.
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