En el Hong Kong, el cartujo siente de pronto una punzada en el alma y trastabillando abandona el legendario lugar de la calle Coahuila. Le arden los ojos, ha sido una noche de mujeres turgentes fabricadas en serie, de música estruendosa, alcohol y animadores procaces; una noche de viernes en el centro de una ciudad proclive a todos los excesos, a todos los contrastes. Entre ellos el de ver a un monje predicando en tierra de infieles los portentos de la castidad.
Tijuana es una fiesta, pero no solo nocturna. Si durante mucho tiempo el turismo llegaba atraído nada más por sus paraísos artificiales y sus muchachas en flor, ya no es así. Después de varios años de exacerbada violencia, de escenas atroces e historias demenciales, las calles de Tijuana son relativamente seguras y los espacios culturales cada vez más frecuentados por curiosos y creadores de diversas latitudes. La ciudad comienza a dejar atrás su pasado negro y con los antros de la Avenida Revolución, proscritos para el amor pero no para las caricias, prosperan sitios como el histórico Pasaje Rodríguez convertido, luego de una larga decadencia, en un corredor de arte con estudios, galerías, librerías, cafés, bazares y otros locales en los cuales se realizan talleres, exposiciones, conciertos y cuanta actividad se les ocurre a sus nuevos inquilinos, la mayoría jóvenes pero asimismo algunos veteranos de la lucha cultural, beneficiarios de la solidaridad de propietarios dispuestos a bajar las rentas para apoyar el proyecto.
Las instituciones oficiales —federales, estatales y municipales— tienen agendas saturadas con artistas y escritores de todas partes, pero los principales responsables del cambio en esta ciudad donde Jim Morrison, Janis Joplin, Joaquín Sabina, Javier Bátiz y tantos otros han escrito páginas perdurables, son los tijuanenses.
No se trata de idealizar a Tijuana. Ahí están las “paraditas” de la Coahuila y calles aledañas, con su oferta de sexo económico y veloz; ahí están los teporochos, drogadictos y limosneros, los problemas en suburbios cada vez más extensos, los deportados cada día más numerosos. Pero también los centros culturales como “La casa del túnel”.
El 8 de julio de 2004 —consigna el reportero Enrique Mendoza en el semanario Zeta— la Border Patrol de San Diego descubrió en un estacionamiento un pasadizo; cruzaba la Línea y llegaba hasta una construcción ubicada en la calle Chapo Márquez 133, en la colonia Federal de Tijuana.
Las autoridades aprehendieron a los arrendatarios y luego de un largo litigio la devolvieron a su dueño, quien la alquiló al Consejo Fronterizo de Arte y Cultura, fundación binacional e impulsora del excepcional rescate de este espacio cuya buena fama ha trascendido al mundo.
Tijuana es una fiesta —repite el fraile mientras mira a una artista del tubo y en su morral acaricia el reciente poemario de una admirada poeta.
Queridos cinco lectores, con la música de El Ritual, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.
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