Por Teresa Gurza
Al ver las fotografías de las integrantes del conjunto Pussy Riot, condenadas a dos años de prisión por cantar contra Vladimir Putin en una catedral ortodoxa y cuyo proceso de apelación será este 10 de octubre, me acordé de mi amiga Lyuda porque se parece a Yekaterina Samutsevich.
Conocí a Lyuda en Checoslovaquia en 1982; era mi jefa en la redacción de la revista Mir y Socialism, --Paz y Socialismo-- que editaban en Praga los partidos comunistas del mundo.
Yo corregía la versión en castellano; pero no los textos originalmente escritos por los dirigentes latinoamericanos y españoles de los llamados “partidos hermanos” del Partido Socialista de la Unión Soviética (PCUS), porque primero eran traducidos al ruso por un camarada tártaro, para que un comité checara si tenían errores “conceptuales”. Si eran considerados correctos, los retraducían al español y ya entonces me los pasaban; lo que me parecía falta de respeto a sus autores y burocrático; pero Lyuda veía lo positivo: “Así nos quitamos problemas; a una persona que estaba antes, se le acabó el renglón y separó la palabra artículo poniendo arti arriba y culo en el renglón de abajo, con lo que quedó 'culo de Lenin'; falta muy grave por la que fue despedida". Humilde, agradecida a la vida y risueña, Lyuda era muy consciente de las jerarquías: “Mijail es jefe de Sasha, Sasha es jefe de Nadia, Nadia es jefa de Misha, Misha es jefe del tártaro, el tártaro es mi jefe, y yo soy jefa de las secretarias y suya”… O sea que estoy en el último lugar, le contestaba yo divertida; pero ella muy seria respondía “No, usted está encima de la mujer que barre…” Como buena rusa era muy patriota; para ella no había nada mejor, que “nasha rodina” -nuestra patria- nasha doctors, nasha jlieb, -pan- etc. Un día me comentó muy excitada que Tania, su hijita de 8 años, le había escrito que por el día de la srenchina, -mujer en ruso- habían salido al mercado helados de fresa; y me preguntó si en México había helados. Al responderle que de unos 40 sabores, me miró con pena: “Teresa, no voy a pensar mal de su país porque no haya helados o tengan únicamente un sabor, así que no es necesario mentir… si nosotros ¡que somos la Unión Soviética! tenemos sólo de vainilla y a veces de chocolate o fresa, ustedes no pueden tener más…” y fue imposible convencerla de lo contrario. Con Lyuda iba yo a conciertos en las iglesias de Praga y a recorrer esa bellísima ciudad de cabo a rabo; y también íbamos y veníamos a pie desde el hotel que la revista tenía para su gente, hasta una barraca del Vaticanito; como se conocía a nuestro lugar de trabajo, por ser igual al edificio del Vaticano pero en pequeño. Originaria de un pueblito al pie de los Urales, una cordillera baja y boscosa que es frontera natural entre Europa y Asia, Lyuda contaba cosas preciosas de su vida familiar; de la recolección anual de hongos, moras y otras “yagadas” silvestres; y de cómo su mamá, una rolliza señora con postizos dientes de acero y siempre de mangas arremangadas, mataba en diciembre cerdos, salaba la carne y la hacía embutidos para consumirla durante el año. Soñaba con un departamento mejor y con poner agua potable a la casita de su madre; de modo que cual bracero mexicano, ahorraba todo lo que ganaba en Praga y mal comía para poder guardar. Acostumbrada como estaba a la escasez en los almacenes soviéticos, que en esa época lo que más tenían eran estantes vacíos, no podía creer que en un país como Checoslovaquia que ella consideraba inferior, hubiera tiendas bien surtidas de cosas ricas o lindas; todo se le antojaba, pero poco compraba y siguió alimentándose con requesón y kasha, -cereales-. Pero una fría mañana de invierno, no sin remordimientos y previa consulta conmigo, se compró un abrigo de piel de ardilla; pidió tres días de permiso, y partió a Moscú a lucirlo. Regresó feliz: “Me miran diferente; en el metro no me empujan tanto; y en el elevador de mi edificio, un hombre que nunca me saludaba me abrió la puerta”. Ni siquiera el abrigo nuevo cambió su situación en la revista; ni por eso, los grandes jefes y sus secretarias, - nieverju, los de arriba, como les decía- la invitaron a la fiesta de fin de año.
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