Por Aquiles Córdova Morán
Estamos ya en plena crisis recesiva de la economía mundial y, en consecuencia, también de la economía mexicana.
El carácter generalizado de la misma, de la que no se salva nadie, es la mejor prueba de que tienen razón los “catastrofistas” cuando afirman que la verdadera globalización no consiste tanto en la difusión mundial de la tecnología, el crecimiento económico y la elevación de los niveles de vida de la población, sino en el contagio veloz y realmente universal de las enfermedades de los grandes centros económicos y financieros del mundo. Ciertamente, los países ricos no son tan diligentes en compartir con los pobres sus conocimientos y su riqueza (ni siquiera sus empleos), como en arrojar sobre ellos la carga principal de sus problemas y sus fracasos. Ante la preocupación, la alarma y la inconformidad que inevitablemente genera la situación, hay una política institucional orientada a evitar que esos síntomas de debilitamiento de las bases y, en consecuencia, de la estabilidad del sistema en su conjunto, se difundan y generalicen entre la población. Pero, contra lo que pudiera pensarse, esa política no consiste en medidas prácticas y efectivas, que vayan a la raíz del problema y que lo ataquen en sus verdaderas causas y no sólo sus efectos (y sólo en una parte de esos efectos, aquella que lesionan los intereses de la clase del dinero) como ocurre hoy. Aunque parezca absurdo, lo principal de la campaña se centra en discursos que satanizan a quienes se atreven a hablar abierta y descarnadamente de la profundidad de la crisis y sus efectos, y al mismo tiempo difunden versiones edulcoradas sobre su gravedad y duración y llamados grandilocuentes a “enfrentarla con unidad y entereza”.
En este tenor, escuchamos o leemos con harta frecuencia vehementes declaraciones de políticos encumbrados, “especialistas” y medios de información influyentes, que llaman a no alarmarse en exceso ni alarmar a otros con “exageraciones”; que afirman que “México es más grande” que sus problemas; que los mexicanos, como pueblo, no se “achican” sino se “crecen” ante las dificultades y, finalmente, que saldremos de ésta como hemos salido de otras catástrofes iguales o peores en el pasado: victoriosos y más unidos y fortalecidos como nación. México, afirman los pregoneros del “estoicismo” a la mexicana y del voluntarismo irracional, no sucumbirá ante la crisis ni se hundirá como país; sobreviviremos como hemos sabido sobrevivir en encrucijadas más peligrosas que la actual. Lo único que necesitamos es “trabajar más duro que nunca”, “apretarnos más el cinturón” y no quejarnos, no sembrar alarma y desaliento con opiniones y predicciones “catastrofistas” y enfrentar el reto unidos como un solo hombre y como un solo país. En síntesis, una catarata de frases huecas como medicina contra el cáncer económico que padecemos.
Pero el problema no es tan sencillo. Lo que preocupa y molesta al hombre de la calle no es sólo el empeoramiento de su situación económica (más desempleo, más carestía, salarios reales cada vez más insuficientes, una aplicación del gasto público que para nada se preocupa por sus necesidades urgentes, etc., etc.), situación que ya era bastante mala aun antes de que estallara la crisis actual; no es sólo la insultante paradoja de que, mientras a él se le arrojan migajas para calmar su descontento, el grueso de los recursos de “salvamento” van a parar a los bolsillos de los privilegiados de siempre (que son, además, los verdaderos causantes del desastre); no es, siquiera, el aparente absurdo de que tales recursos salgan de sus bolsillos y del esfuerzo de sus brazos, es decir, que los pobres y carentes de todo, tengan que subsidiar con su sacrificio y sudor a los multimillonarios abusivos para “evitar la quiebra del sistema”. No es sólo eso, repito. Es, además, el hecho de que toda esa injusticia no representa, de ningún modo, la verdadera solución. Y eso por la sencilla razón de que no identifica ni ataca, en consecuencia, la causa de fondo de la crisis, que no es otra que la anarquía y el autonomismo con que actúan los señores capitalistas privados en el seno de la sociedad, donde se mueven como pez en el agua gozando a plenitud de la libertad de empresa pero impulsados sólo por el afán de máxima ganancia, sin que les importe un cacahuate el bienestar de los demás. Y esto se complementa con el hecho increíble de que no haya, ni remotamente, una autoridad que los discipline y los alinee con los intereses colectivos. Por eso, salvarlos hoy de la bancarrota con dinero del pueblo es sólo comprar un respiro a sabiendas de que el fenómeno, más temprano que tarde, volverá a repetirse y cada vez con más fuerza. Es algo así como intentar llenar el famoso tonel de las danaides.
Es absolutamente cierto, como afirman los sembradores de optimismo gratuito y fingido, que México no desaparecerá como nación con esta crisis; que saldremos adelante al costo que sea, como salimos de situaciones similares en el pasado. Pero en esto no residen la duda y el escepticismo de las mayorías empobrecidas. Lo que ellas se preguntan es, precisamente, a costa de qué sobrevivimos en el pasado; cuál fue el precio que tuvimos que pagar y, sobre todo, quién pagó ese precio. Todo mundo sabe que nuestra sobrevivencia no fue gratuita; que costó millones de vidas y ríos de dolor, pobreza, hambre y sufrimiento humanos; y todo mundo sabe también que no todos pagaron la misma cuota de sacrificio, que la mayor parte corrió a cargo, como ocurre siempre, de las clases populares, las más indefensas, las más expuestas y las más generosas cuando de sacrificarse se trata. Y si no, estúdiense las estadísticas de las víctimas de la Revolución de 1910-1917, las del terremoto del 85, o visítese las zonas devastadas por huracanes e inundaciones en Tabasco y Yucatán, dónde miles y miles de damnificados siguen esperando una vivienda.
Venir a decirnos hoy que saldremos adelante como hemos salido en el pasado, sin precisar qué medidas serias se están tomando para ello; salirnos con el “rollo” de que hay que “trabajar duro” y “apretarse el cinturón” sin protestas ni catastrofismos, sin precisar qué se hará para evitar que todo el peso de la crisis caiga sobre los pobres, no sólo es intentar conjurar con ensalmos verbales la dura realidad (hacerle al curandero social, al brujo de Catemaco de la política); es, además, burlarse de las víctimas llamadas a inmolarse en el altar del todopoderoso capital y de la “economía de mercado”; es tratar como retrasados mentales a los únicos que con su esfuerzo productivo y su acción política organizada y consiente, pueden, cuando menos, comenzar a ponerle a las crisis en general el único remedio efectivo para acabar con ellas: un reparto más equitativo de la riqueza actual y un reparto más igualitario de los costos del desastre. Así aprenderían a cuidarse más los que lo causaron.
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