La situación general del país es grave. El desempleo abierto, y más todavía el disfrazado, alcanza, según estimaciones serias, a más del 30% de la población en edad de trabajar y acelera fenómenos perturbadores como el ambulantaje, la emigración hacia Estados Unidos y el estremecedor incremento de la delincuencia y los asesinatos en todas sus modalidades. A esto se suma, lógicamente, la pérdida constante de la capacidad adquisitiva del salario de los trabajadores, pérdida que se debe, como todos sabemos, al rígido y brutal control salarial por parte del gobierno que autoriza sólo aquellos incrementos dirigidos a compensar la tasa de inflación, pero nunca su elevación real. Y ocurre que, casi siempre, la inflación oficial está muy por debajo de la verdadera, por lo que los salarios pierden constantemente terreno frente a los precios. Según un estudio reciente, hecho por especialistas, el salario ha perdido poco más del 70% de su capacidad adquisitiva en los últimos 20 años.
A ello hay que sumar que servicios fundamentales como la educación y la medicina empeoran a ojos vistas, a pesar de las optimistas cifras oficiales que hablan de su continua mejoría en calidad y cobertura. Pero no hay mexicano que no crea que la educación pública es insuficiente y de pésima calidad comparada con la privada y, además, nada gratuita en términos reales. Tampoco quien no piense que los hospitales públicos son malos, insuficientes, con carencias elementales como ropa de cama y medicinas, y con una atención pésima y deshumanizada que los convierte más en amenaza que en alivio para la salud de los derechohabientes. Están, por otro lado, los bienes y servicios que proporciona el Estado, tales como energía eléctrica, gas, agua potable, gasolinas, carreteras de cuotas y otros, cuya administración, cree la gente, se ha convertido en un negocio particular de los funcionarios a cargo de los mismos. Y para ponerle la cereza al helado, el gobierno sale a cada rato a anunciar “ajustes dolorosos pero necesarios” (¿¡) a sus precios y tarifas, con la consabida escalada inflacionaria. Agréguese, para terminar, que los programas “de combate a la pobreza”, además de erróneamente enfocados a los efectos y no a las causas, son manejados de modo faccioso y clientelar, con vistas a comprar el voto de los pobres más que con espíritu de justicia social.
Y resulta que, en medio de este desolador paisaje económico y social, que casi huele a desastre, alguien sale a decirnos que nada de todo esto es así; que, muy al contrario, el desempleo va a la baja ya que en los últimos meses de 2010 se crearon más de 800 mil nuevas plazas; que nuestra economía está hoy más vigorosa que nunca y se prevé un crecimiento del PIB de entre el 4 y el 5%, con lo que habrá más y mejores empleos y salarios para todos; que en este 2011 el pueblo sentirá, por fin, la mejoría real en su mesa y en su bolsillo. Pero la gente pensante se pregunta: ¿cómo se explica el espectacular crecimiento del empleo si, al mismo tiempo, se afirma que la economía creció el año pasado en poco más del 3%, es decir, apenas por arriba de la tasa de crecimiento de la población? La ciencia económica acepta la posibilidad teórica de que crezca el PIB de un país sin que crezca al mismo tiempo el empleo (incluso acepta que puede haber decremento), pero nunca que crezca el empleo mientras el PIB se contrae o permanece estancado. Parece, pues, que aciertan quienes afirman que se trata, en realidad, de una precaria compensación de lo perdido en las crisis. Ítem más: ¿cómo se sustenta el crecimiento optimista si todos sabemos que la economía norteamericana, que es el motor que “jala” a la nuestra, está lejos de una fase de auge? Con el repunte del mercado interno, se nos dice. Pero, ¿cómo puede repuntar el mercado interno, es decir, la capacidad de compra de los mexicanos, con las altas tasas de desempleo que tenemos, con los salarios de hambre que cada día se devalúan más, y con una inflación que, se dice, ha elevado en 150% el valor de la canasta básica? Eso es simplemente imposible.
Por otro lado, el crecimiento económico es siempre el resultado directo de una mayor inversión; pero los empresarios mexicanos hace rato que decidieron que no arriesgarán un solo peso si no se les otorgan jugosos “estímulos fiscales”, salarios deprimidos y obreros controlados, seguridad jurídica y legal absolutas, infraestructura gratis, cero control de emanaciones contaminantes y cero “tramitología”. No están contentos con lo que ya tienen, que no es poco, y se retraen fuertemente a la hora de los desembolsos. Esto nos deja a merced de las inversiones de capital extranjero que, por ser extranjero y por ser capital, ni está a nuestras órdenes ni viene a aliviar nuestra pobreza, sino a hacer negocios, grandes y rápidos. Por tanto, pues, se trata de puras “mentiras piadosas” que buscan atemperar el descontento de la gente y volver a ganarse su confianza para las contiendas electorales de 2011 y 2012. Pero, quien diseñó la estrategia, ignora que cuando el malestar y la irritación de la gente han llegado a un cierto punto, hacer afirmaciones evidentemente falsas sobre su situación, lejos de apaciguarla la encrespa más, pues piensa con razón que de tales gentes no puede venir la solución efectiva a sus problemas. Sube de punto su desesperanza y con más bríos que nunca, se lanza a buscar la salida por sus propios medios. Las “mentiras piadosas” son, en tales casos, un auténtico tiro en el propio pie.
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