Por Teresa Gurza.
Esta semana el presidente López Obrador y su partido intensificaron su guerra contra el Instituto Nacional Electoral (INE), al que debemos defender quienes no queremos una “presidencia desbordada” como la calificó José Woldenberg.
Hace ocho días les conté aquí, mi inútil correría en pos de una vacuna anti Covid en Cuautla.
Hoy les platico feliz que, tras una cola de 6 horas en auto desde la madrugada, me pusieron la Pfizer en Cuernavaca; la espera fue atroz, pero la vacunación amable y bien organizada.
Y he pasado divertida con dos cachorritas, porque mi perra Beyoncé pronto cumplirá 13 años y pensé podría entrenarlas.
Pero no las quiere; las olió, les leyó la cartilla y les quita juguetitos a los que nunca hizo caso y ahora lleva al sillón al que se trepa, cuando me acompaña a escribir artículos.
A mi esposo Matías le encantaban los animales, sobre todo caballos y perros; y en el rancho de Polpaico donde vivíamos, criaba Fox Terrier para regalar a los amigos, porque son inteligentes y cariñosos.
Los perros llegaron a América junto con el hombre, hace 11 mil años y las cruzas fueron creando nuevas razas, de las que sobreviven los Itzcuintli y chihuahueños en México y los de culturas andinas, en Sudamérica.
Chile tiene dos razas propias, el ovejero de Magallanes y el terrier que surgió a fines del siglo XVIII de la cruza de fox terriers ingleses, usados en barcos españoles contra las ratas, y perros llegados del Perú y Bolivia.
Son pequeños y atléticos; de pelo blanco, corto y lustroso, con manchas negras.
Beyoncé nació en Polpaico y junto a sus primos y hermanos, dirigidos por Sultán un magnífico pastor alemán, formó bandas para cazar conejos que saltaban de la alfalfa y las esparragueras.
Al morir Matías regresé a México y me la traje y ahora fue difícil conseguir otra; las pocas que había estaban lejos, cobraban dinerales por enviarla y quería verla antes, para saber si me caería bien.
Finalmente encontré un doctor que vendía dos de 5 semanas en Puebla, y le avisé que iría a conocerlas pidiéndole les colocara la primera vacuna, para poder elegir una.
En cuanto la vi, me decidí por Petunia; le tenía hasta el nombre, en recuerdo de varias a las que Matías así bautizó.
La otra temblaba, me miraba, la cargué y sentí latir su corazón tan rápido, que no fui capaz de dejarla sin su hermanita; le puse Camila.
He tenido muchas mascotas, porque en la casa hubo de todo; menos gatos y palomas, que a mi papá le chocaban.
Pero con frecuencia echaba al jardín ranitas verdes y chichicuilotitos que, con el mosco que comían, le llevaban en sus tilmas marchantes del Lago de Texcoco.
Mi abuelo Rafael Gurza, fundador junto a su hermano Ignacio de la ganadería de toros de lidia Torreón de Cañas de la que proceden muchas de las actuales, me regaló un potro y nunca perdió la esperanza de que me dedicara a algo relacionado con el campo y las corridas.
Tuve también un venadito precioso, tortuguitas, una marta, un changuito que me asfixió una tía de enorme nalgatorio cuando se sentó en el sofá donde el pobre dormía, un pescadito rojo que subía a la superficie del acuario cuando me acercaba porque le gustaba que le sobara el lomo; dos yeguas, la Maya y la Azteca, que me regaló Matías y muchos perros.
Tantos, que hubo gente que me dijo que, en lugar de animales, debía adoptar un niño; y se ofendían cuando contestaba que ni loca, porque a mis perras les elijo los novios, las cruzo cuando quiero, vendo a sus hijos, y no les pago colegiaturas ni clases de natación, idiomas o baile, porque nacen sabiendo lo qué hay que hacer.
Y lo veo con Camila y Petunia, porque como por el confinamiento no salgo, tengo tiempo para gozar sus habilidades.
Son abusadísimas, aprendieron su nombre en horas y me expresan amor con mordiditas en los talones.
Saltan, se corretean, se gruñen, se abrazan y juegan a la pelota; saben dónde están comida y agua y acarrean a su cama lo que les gusta y pepenan por el camino, como un matamoscas que no entiendo cómo alcanzaron y flores de buganvilia que recogen del pasto, y duermen de un tirón de 8 a 8.
Al día siguiente de comprarlas, estaba nadando con un ojo a la braceada y otro a ellas, cuando se aventó al agua Camila; la alcancé, la saqué y estaba saliéndome para secarla, cuando se sacudió entera y se echó al sol como si nada.
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