También había funciones de ópera, eventos en las plazas de toros, el cinematógrafo o el circo. Todos estos eran espectáculos creados para goce y distracción de aquella sociedad, que no sabía que se encontraban en la antesala de una sangrienta etapa revolucionaria.
Esas necesidades las entendieron muy bien los empresarios, que desarrollaron en México las compañías circenses desde la segunda mitad del siglo XIX. Siendo el circo uno de los espectáculos más accesibles tanto para ricos como para el resto de la población económicamente menos solvente.
El circo de los hermanos Orrín se instaló por primera vez en la plazuela de la calle Seminario en 1883, contaba entre sus múltiples atractivos con un camello, jinetes y trapecistas, con saltos mortales, malabarismos y personas que salían disparadas por un cañón de verdad.
Pero la figura principal fue Richard Bell, un clown profesional desde que tenía 17 años y que no sólo se enharinaba la cara, sino que utilizaba pintura de verdad, dibujaba lágrimas en sus ojos y remarcaba de rojo su boca, vestía elegantemente con ropas confeccionadas por su esposa utilizadas en cada acto, donde empleaba instrumentos fabricados por él mismo.
Bell transformó la figura de los payasos en México, haciendo del reír un arte. Se dice que el propio Porfirio Díaz disfrutaba de su amistad e ingenio, tal vez fue el único que logró que el presidente riera a carcajadas durante sus funciones.
El señor Bell era un inglés muy culto por su afición a la lectura, lo que le permitió estar a la vanguardia de las puestas en escena en Nueva York y Europa, mismas que se representaron por primera vez en México: La Cenicienta, Aladino y la lámpara maravillosa y La acuática, para la que se utilizó un estanque con 50 mil litros de agua.
En definitiva Richard Bell fue un promotor y Fan de la Cultura.
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