Por Aquiles Córdova Morán
El origen mismo del mercado, esto es, el simple trueque en las primeras fases del desarrollo social, es elocuente: el hombre (más exactamente: la tribu, el clan o la familia patriarcal) no comenzó a intercambiar con sus vecinos sino cuando su producción rebasó las necesidades propias, esto es, cuando apareció el excedente social, como dicen los clásicos.
Antes de eso, seguro le habría parecido absurdo entregar a otros aquello que la tribu necesitaba para su propia subsistencia, que era la tarea fundamental y casi única de su actividad productiva. Incluso varios siglos más tarde, cuando la necesidad o la costumbre hicieron imprescindibles los productos ajenos, la colectividad planeaba su producción bajo esa lógica: primero garantizar a todos el consumo necesario y, sólo después, comenzaba la producción de lo que debía intercambiarse. Todo esto era de una racionalidad tan transparente, que resultaba imposible olvidarlo o transgredirlo intencionadamente, o que alguien se resistiera a someterse voluntariamente a los imperativos de la producción colectiva. A todos resultaba claro que, tanto la producción para el consumo directo como la destinada al intercambio, estaban reguladas por el principio del bienestar colectivo; del justo y generoso reparto de la riqueza entre todos los miembros de la sociedad. La historia y la lógica, pues, que guardan hoy como antaño, como siempre, una relación de madre e hija, demuestran sin lugar a dudas que el hombre, que las sociedades fueron todas, en su origen, racionalmente “proteccionistas”.
Demos ahora un salto de cientos (o quizá miles) de años, y coloquémonos en el nacimiento de las economías modernas, las llamadas de modo elíptico, eufemístico, “economías de mercado”. Aquí hay que notar, en primer lugar, que el intercambio, que la venta de los productos del trabajo humano ya no es exclusivamente “entre comunidades”, sino que el comercio es ya, también, entre los propios miembros de la misma colectividad, que las relaciones comerciales se han hecho universales y han penetrado hasta el fondo de cada sociedad vista como un todo. Otro cambio decisivo, menos fácil de advertir para el lego pero no por ello menos cierto, consiste en que la razón del intercambio, del comercio, también ha variado radicalmente: ahora ya no se busca la satisfacción de las necesidades de todos, sino única y exclusivamente la obtención de una ganancia, la máxima ganancia que se pueda. Un tercer cambio es que esa ganancia no es, de ningún modo y en ningún caso, para toda la colectividad, ni siquiera para todos sus miembros directamente productores, sino solamente, como se dice ahora, para los dueños del capital, para quienes “arriesgan” su dinero en producir y vender lo producido.
Y sin embargo, en esta fase temprana, el capital fue también, como lo muestra la historia de su desarrollo, rabiosamente “proteccionista”. Y esto por dos razones igualmente fáciles de entender. La primera es que había que crear a los verdaderos capitalistas, esto es, a los hombres con visión y vocación de productores y comerciantes y que dispusieran, además, de los caudales suficientes para realizar las inversiones, cada vez más grandes, que reclamaba la demanda en continuo aumento; la segunda es que había que crear un mercado interno fuerte, con gran capacidad de consumo y capaz, por ello, de generar esos grandes capitales y una clase productora (los obreros) instruida, sana y vigorosa, lista a rendir largas jornadas de trabajo sin disminuir sensiblemente su capacidad de trabajo. Y ambas cosas: verdaderos capitalistas de un lado y obreros productivos de otro, sólo podían formarse protegiendo, en un primer momento, el mercado propio; es decir, no exponiéndolo a los golpes del enemigo antes de tiempo, antes de que estuviese listo y maduro para resistirlos y devolverlos exitosamente. Todos los países hoy poderosos, los llamados “desarrollados”, lo son, sin excepción que valga, gracias a su proteccionismo originario, oportuna e inteligentemente aplicado en los albores de sus respectivas economías. Y si hoy esos mismos países se han tornado en los campeones del “libre comercio”, es porque tienen ya plenamente satisfecho, es decir, saturado su mercado interno, mientras sus poderosas maquinarias económicas siguen arrojando grandes cantidades de productos que requieren nuevos mercados. Y esos mercados no son más que los de los países rezagados como el nuestro. Para los países ricos, pues, el “libre comercio” es la política económica perfecta, la que mejor responde a sus intereses actuales.
Pero la cuestión es: ¿ésa es también la política que más nos conviene a nosotros? ¿Es el “libre comercio” la panacea, es decir, el remedio universal para todo y para todos? La respuesta, evidentemente, es que no. Y no, porque “subdesarrollado”, si algo quiere decir, es precisamente que estamos todavía demasiado cerca de nuestro punto de arranque, de nuestro nacimiento al mundo del capital y de la despiadada competencia por los mercados. A nosotros, a los países económicamente atrasados, nos falta hacer la tarea que los otros ya cumplieron con creces: formar capitalistas en número y con los capitales suficientemente grandes para poder realizar las gigantescas inversiones que la competencia de hoy reclama. Y para lograr esto sólo hay un camino, el que ya trazó la historia: un proteccionismo inteligente, bien medido y adaptado a nuestras necesidades de comercio exterior y de divisas extranjeras, y capaz, al mismo tiempo, de absorber las presiones externas. Para esto, hay que comenzar por el principio, es decir, por un reparto serio y enérgico de la renta nacional para crear un mercado interno grande y poderoso y una clase obrera bien alimentada, educada, alojada y sana, capaz de competir con el resto del mundo. Salir hoy a pelear mercados, armados con la celada de papel y engrudo de Don Quijote, es salir a hacer el ridículo; y convertirnos en voceros y campeones de un libre comercio irrestricto cuando no tenemos nada que vender en él, es mostrar al mundo que ignoramos hasta nuestra propia realidad y nuestros verdaderos intereses.
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