Por Aquiles Córdova Morán
Un partido político es, por definición, una herramienta en manos de una clase social, fracción de clase, estrato o simple grupo con intereses económicos y políticos comunes, cuyo propósito central es la conquista del poder político.
En teoría, ese objetivo no es un fin en sí mismo, sino sólo un medio eficaz para poner en práctica, para llevar al terreno de los hechos, los principios y el programa de acción del partido de que se trate. En teoría también, ambos documentos deben recoger los intereses legítimos de la sociedad en su conjunto (refractados obviamente por la óptica del partido) y no sólo los de la clase, sector o grupo fundador del mismo. La legislación mexicana, además, define a los partidos como “entidades de interés público”, es decir, como organismos cuya existencia y actividad son de interés común; y es esta definición positiva la base en que se apoya y justifica el cuantiosísimo subsidio que les otorgan las arcas de la nación.
¿En qué pensaba el legislador que definió así a los partidos políticos? La respuesta no es difícil: seguramente tenía en mente la importancia que tiene, para los ciudadanos que viven en una democracia como la nuestra, el poder disponer de un menú rico, variado y sabiamente construido, de opciones precisas, bien definidas, bien pensadas y mejor estructuradas (y además claramente diferenciadas y contrastadas unas con otras), para elegir libremente, de entre ellas, el modelo de país que más se acomode con su manera de ser y de pensar, y que mejor responda a sus intereses legítimos. Ciertamente, la posibilidad de decidir con entera libertad el destino del país que el ciudadano desea para él y para sus hijos, para las generaciones futuras en general, posibilidad que le garantizan los diversos proyectos políticos que someten a su consideración los partidos, constituye el mayor beneficio social que acarrea la existencia y funcionamiento de los mismos; es en eso donde radica el “interés público” de que habla la ley electoral mexicana.
Ahora bien, de ello se deduce que, cuando un partido carece de principios y programa de acción bien definidos y precisos, suficientemente sustentados, puntualizados, instrumentalizados y claramente diferenciados de los de sus competidores; o cuando oculta, disfraza o diluye sus verdaderos propósitos en un discurso verboso, confuso, falsamente progresista, que trata de justificar una política “realista” de ir tras el poder por el poder mismo; o cuando, finalmente, pospone para las calendas griegas su proyecto de país en aras del mismo pragmatismo oportunista, que le pone el poder al alcance de la mano a cambio de su identidad ideológica y política; ese partido traiciona, por ello, su razón de ser misma; falta a su deber elemental de ofrecer al ciudadano que le paga una opción de gobierno distinta a la de los demás; deja de ser, por tanto, “una entidad de interés público” y no merece ya el subsidio que recibe.
¿Quiere esto decir que condeno en bloque, de una vez y para siempre, todo tipo de alianzas entre partidos distintos (y aun radicalmente antagónicos, es necesario precisar)? Por supuesto que no. Las alianzas han sido, son y serán un recurso legítimo al que nadie en su sano juicio puede renunciar, si realmente quiere llegar a la meta que se ha trazado en política. Pero también es cierto que constituyen un terreno resbaladizo, una pendiente atractiva por donde puede despeñarse (y no detenerse ya, ni siquiera ante la apostasía y la traición) aun el líder más honesto y avezado. Justamente por eso, las alianzas deben regirse por los principios y por un riguroso código de ética política que ponga siempre en primer lugar, indefectiblemente, la integridad absoluta, el carácter intocable de los principios y el programa del partido.
De aquí resulta que una alianza “para gobernar” sólo resulta ética y políticamente justificada entre partidos vecinos, con un ideario parecido o hasta coincidente en algunos puntos programáticos importantes, pero jamás entre partidos con principios y propósitos antagónicos, es decir, irreconciliables entre sí por principio. Tal alianza sólo es admisible y deseable en un caso concreto: cuando existe la coyuntura favorable para derrocar juntos al enemigo común. Pero nunca para gobernar juntos porque, en ese caso, la alianza se trueca en contubernio, en traición abierta o en conciliación con el enemigo, lo quieran o no los protagonistas.
Ello es así porque, partiendo del carácter antagónico de las posiciones de fondo, resulta lógicamente imposible alcanzar acuerdos sinceros en puntos medulares para un programa de gobierno común; la alianza se enfrentará, tarde o temprano, con esta disyuntiva: o los aliados coinciden en puras bagatelas, en cosas sin importancia, y con tal basura gobiernan; o cada uno de ellos defiende firmemente sus puntos de vista esenciales y el gobierno “de la alianza” se paraliza, se vuelve incapaz de moverse hacia ningún objetivo serio. En ambos casos, el perjudicado es el elector que confió en ellos para la solución de sus carencias. Por eso, aliarse con un enemigo radical sólo es justificable (y a veces necesario), si de derrocar al enemigo común se trata; logrado esto, la lucha entre los aliados debe reiniciarse con más vigor que antes, pues ahora se pone a la orden del día decidir quién se queda con el poder recién conquistado. Todo lo que se diga para justificar y embellecer un maridaje político entre proyectos irreconciliables, es hojarasca reaccionaria para esconder una envilecedora ambición de poder, sea personal o de grupo.
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