Por Aquiles Córdova Morán
Dirigente Nacional del Movimiento Antorchista
A eso de las 5:30 de la mañana del domingo 19 de diciembre, una espantosa explosión despertó a los habitantes de San Martín Texmelucan, Puebla, a poco más de 35 kilómetros de la capital del estado.
Como es lógico, el pánico se apoderó de la población que, para ponerse a salvo, huyó en masa hacia las alturas más cercanas. Con la luz del día pudo verse el motivo inmediato de la tragedia y sus consecuencias más obvias: uno de los ductos de PEMEX, que cruza una zona muy poblada de la ciudad, había estado derramando por varias horas una gran cantidad de combustible que corría por las calles adyacentes y por el lecho de un río que atraviesa la ciudad entera, y alguna chispa incidental, al parecer, inició la conflagración. Según los medios, un río de fuego de varios kilómetros consumió casas, árboles, vehículos, e incluso fundió la estructura metálica de un puente y derritió el asfalto de las avenidas, mientras una densa nube de humo negro eclipsó completamente el sol. El saldo conocido hasta hoy es de 28 muertos comprobados, más de cien heridos y un número mucho mayor de gente sin techo y sin nada más que lo que llevaba puesto a la hora de la explosión.
Hasta este momento, no se ha podido (o no se ha querido) establecer con precisión la causa de la fuga y su inadvertencia, a pesar de tantas horas como parece que duró. Corren rumores de que se trató de una toma clandestina (como hay muchas en el país) para robar combustible a Petróleos Mexicanos (PEMEX), que se salió de control; y se deslizan nombres de funcionarios con altos cargos en el gobierno de Mario Marín, y de algún influyente fuera del poder, como los “padrinos” de la banda hurtadora del petróleo. Sin embargo, como estos señalamientos carecen de respaldo, hay que tomarlos, más bien, como un cobro de viejas facturas o como una maniobra para deshacerse de competidores molestos. La otra explicación es que todo se debió a la falta de mantenimiento del ducto, mal endémico de PEMEX.
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Cualquiera que sea la explicación, ninguna de ellas toca el verdadero fondo del asunto. Si se tratara de políticos poderosos, jure usted que volveremos a ver la misma vieja y desgastada película de siempre: grandes aspavientos mediáticos señalando la corrupción de las instituciones y de los funcionarios involucrados; lluvia de epítetos oprobiosos para propinarles un “merecido baño de lodo” y para concitar en su contra el desprecio público; maratón de “condenas enérgicas” y de exigencias de que se aplique la ley “hasta sus últimas consecuencias”; y después…¡nada!
Las aguas retornarán a su nivel tan súbitamente como se encresparon. Estos escandalitos hipócritas se apoyan en el supuesto de que se trata, siempre, de un hecho aislado y esencialmente ajeno a nuestra sociedad, la cual se asume, así, como libre de toda culpa y ajena a la repulsiva mácula de la corrupción. Y si no lo cree usted, nada más recuerde: ¿Cuántas tragedias como la actual ha provocado antes el mal estado de los ductos de PEMEX? ¿Cuántos reclamos y cuántas promesas incumplidas hemos oído al respecto? Y es evidente que, si no fuera así, no estaríamos lamentando el desastre de Texmelucan.
La explicación está en que la corrupción de las instituciones del Estado mexicano y de sus funcionarios, de las familias poderosas, de los llamados “poderes fácticos”, de la cúpula entera que gobierna al país, no es monopolio de Puebla ni de ningún estado de la república, sino un mal nacional que corroe al sistema de arriba abajo. La corrupción, la prevaricación y el peculado con el erario nacional, ni son una rareza ni son una “anomalía”, un accidente, una “enfermedad” pasajera del statu quo; lejos de ello, son algo consustancial y, además, absolutamente necesario para el funcionamiento del mismo. Son el aceite que lubrica los engranajes de la máquina del poder, sin el cual, ésta no podría mantenerse funcionando por mucho tiempo. Para convencerse de esto, basta con leer un poco de historia del mundo, asomarse a las obras de crítica económico-social, echar un vistazo a la creación literaria de los grandes escritores que, como Cervantes, lograron hacer un retrato verídico de la sociedad de su tiempo. Nos llevaríamos una verdadera sorpresa al comprobar cuánta similitud hay entre lo que ocurría, por ejemplo, bajo el absolutismo francés o el español, y lo que ocurre hoy en nuestra “democracia moderna”.
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La corrupción es congénita y consustancial a toda sociedad dividida en clases antagónicas, porque es un mecanismo expedito y eficaz para repartirse el tesoro público entre quienes creen tener derecho a él, por el papel que desempeñan en esta sociedad y no disponen de otro camino para lograrlo. La corrupción es una vía de hecho, ilegal pero no ilegítima a juicio de quienes la practican, para tomarse la parte de la renta nacional que les corresponde y que el sistema les regatea.
“Gobernar es robar”, sentenció Camus en alguna de sus obras. En los países ricos y desarrollados, este fenómeno ha adquirido formas tan refinadas, tan elaboradas, que casi no se nota; pero en los países pobres como el nuestro, el saqueo de las arcas públicas, el tráfico de influencias, las “mordidas”, la posposición de la obra pública y su encarecimiento artificial para quedarse con el exceso, etc., son tan obvios y desvergonzados que todo mundo los ve, aunque nadie se inmute gran cosa por ello. Por eso es aquí, en países como el nuestro, donde se hace más patente y urgente la necesidad de que el pueblo organizado tome en sus manos el poder y, entre otras cosas, limpie los establos de Augías en que está convertida la administración pública. Mientras eso no suceda, hechos trágicos como el de San Martín Texmelucan seguirán ocurriendo y el pueblo seguirá pagando los altísimos costos de los mismos, mientras sus gobernantes se limitarán, como siempre, a alguna mascarada mediática para, al final, dejar las cosas como estaban, como siempre han estado.
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