José Luis Pérez Canchola
El Mexicano, 27 de abril de 2009
Durante los gobierno de Díaz Ordaz y de Luis Echeverría, se torturaba a ciencia y paciencia de los políticos y de la clase gobernante. Se torturaba igual a criminales que a los críticos del sistema. Durante aquellos dos sexenios, muchos de los que alguna vez fuimos detenidos por ser de oposición al gobierno y enviados a las celdas judiciales, sabemos de estas historias. Los gritos, los lamentos, las suplicas de los que eran golpeados en la noche o madrugada para que confesaran algo. Recuerdo los sótanos del edificio de la Calle 8 y Constitución, en el centro de la ciudad de Tijuana, justo debajo de las oficinas de los jefes policíacos de la municipal y de la judicial. Era el año de 1971. .
Al profesor Manuel Licea y al que esto escribe nos arrestaron por andar haciendo propaganda en contra del gobierno de Echeverría. Al menos eso nos dijeron al llegar a la Comandancia de la municipal. “De esta vamos a salir fácil, le dije a Licea”. Pero luego nos turnaron a los separos de la policía judicial y el asunto se complicó. En la madrugada un mando policiaco nos acuso de ser parte de los líderes de un grupo guerrillero. Ahora sí nos jodimos –pensé- y decidí guardar silencio. La segunda noche llegaron dos agentes de la Secretaría de Gobernación. Nos interrogaron por separado durante horas sin pasar de los gritos y las amenazas de enviarnos al Campo Militar No. 1 en el Distrito Federal. Salimos al tercer día gracias a una movilización popular y de estudiantes que organizaron Gabriel Ramos y Blas Manrique. Ambos políticos de izquierda y líderes sociales siempre dispuestos a manifestarse contra cualquier abuso de la autoridad. Manuel Licea, Gabriel Ramos y Blas Manrique ya fallecieron. Se me adelantaron.
El caso es que durante aquellas noches y en aquellas celdas pestilentes los policías judiciales torturaban vendedores de marihuana, ladrones de auto partes, asaltantes callejeros y degenerados sexuales. Hubo uno acusado de violación que lo golpearon hasta dejarlo tirado sin sentido. El cuarto de tortura estaba frente a mi celda y cada que salían los policías después de aquellas golpizas, decían en voz alta “para que aprendan”.
Había un celador que día y noche cuidaba las puertas de las celdas con llave en mano para lo que se ofreciera. Era el que sacaba y metía a los delincuentes de poca monta para llevarlos ante los policías, quienes los interrogaban a base de puñetazos, patadas, toques eléctricos y bolsa de plástico. Era evidente que dicho celador gozaba aquel ambiente tan patético como dramático. Le decían el “poca luz”. Después me di cuenta que el apodo le quedaba bien ya que le faltaba un ojo.
Toda esta historia viene a cuento por la reciente denuncia de familiares de los policías municipales detenidos bajo arraigo en la Zona Militar y sometidos a interrogatorios también a base de puñetazos, descargas eléctricas en los testículos y piernas, son amarrados de pies y manos y se les provoca asfixia con bolsas de plástico y siempre con los ojos vendados para que no identifiquen a sus torturadores. Todo con el fin de obligarlos a firmar declaraciones que no les dejan leer. Igual que en los tiempos de Díaz Ordaz y Echeverría.
Algunos de estos agentes ya firmaron supuestas declaraciones y hasta hojas de papel en blanco con tal de que cese la tortura. Así lo dicen familiares de los detenidos en su escrito dirigido a la Cámara de Diputados, a la de Senadores y a la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
Lo curioso de este asunto es que los arraigados son policías municipales que fueron detenidos por sus propios jefes de la Policía Municipal, seguramente por sospecha de estar relacionados con crimen organizado, asunto que sólo compete investigar a la Procuraduría General de la República. Los torturadores, dicen los familiares, no son personal del ejército, pero los hechos se registran dentro de las instalaciones militares. Si en verdad vivimos en una democracia, al menos debería de haber alguna autoridad que les aclare a los familiares todo este enredo.
Los testimonios que se dan a conocer en la denuncia, fueron recopilados por esposas e hijos de los detenidos. Se trata de textos redactados en tiempos y circunstancias distintas aprovechando los días de visita. Sin embargo por las coincidencias en dichos escritos, resulta evidente que algo turbio y sospechoso sucede al interior del Campo Militar.
Uno de estos testimonios es el siguiente. “Soy esposa de un policía arraigado que se llevaron al cuartel militar el día 24 de marzo del 2009, sin previo aviso ni documento a la mano. Alguien conocido como Sr. Huerta se lo llevó personalmente en su camioneta y lo desarmó a base de engaños. A él le han hecho lo siguiente. Le vendan los ojos, le amarran las manos y los pies. Lo mantienen de rodillas. No le dieron de comer los primeros 4 días. Le deban toques eléctricos en los testículos y los pies. No solo eso. También le ponen bolsa en la cabeza a manera de asfixia. Si se desmayan los reaniman y comienza otra vez la tortura. Esto, manifiestan los detenidos, sucede en presencia del secretario Leyzaola dando las órdenes a los torturadores”.
Otro de los testimonios dice “Mi esposo fue privado de su libertad desde el 21 de marzo. Fue torturado y amenazado. Lo torturaron en tres ocasiones, le ataron las manos, lo envolvieron en una cobija para no dejar huella de los golpes. Lo golpearon durante dos horas para que él firmara lo que a ellos les dio la gana. Le quitaron los zapatos y le metieron los pies en un recipiente con agua y le pusieron unos cables con electricidad en los pies y en los testículos. Eso lo hicieron en repetidas ocasiones”.
Lo grave del caso es que esta práctica de interrogar en condiciones de arraigo mediante tortura y amenazas, no tiene nada que ver con lo discutido en ambas cámaras, la de diputados y la de senadores, cuando se trató lo relacionado con la reforma al artículo 16 constitucional. Más aún, en el dictamen de las Comisiones Unidas de Puntos Constitucionales y de Justicia, aprobado por 366 votos a favor, se dice claramente que la figura del arraigo es una medida cautelar ejecutada por orden judicial y a petición de la institución del Ministerio Público en aquellos casos en que ya se está realizando una investigación o un proceso penal relacionados con delincuencia organizada. Todo esto aparece en la Gaceta Parlamentaria de la Cámara de Diputados de los días 11 y 12 de diciembre de 2007.
A fin de cuentas el nuevo artículo 16 constitucional en su párrafo 7 dice lo siguiente: “La autoridad judicial, a petición del ministerio publico y tratándose de delitos de delincuencia organizada, podrá decretar el arraigo de una persona, con las modalidades de lugar y tiempo que la ley señale, sin que pueda exceder de cuarenta días, siempre que sea necesario para el éxito de la investigación, la protección de personas o bienes jurídicos, o cuando exista riesgo fundado de que el inculpado se sustraiga a la acción de la justicia. Este plazo podrá prorrogarse, siempre y cuando el Ministerio Público acredite que subsisten las causas que le dieron origen. En todo caso, la duración total del arraigo no podrá exceder los ochenta días”.
Los diputados y senadores invirtieron horas en el debate del artículo 16 constitucional y en particular la figura del arraigo, hubo propuestas y contrapropuestas. Pocos diputados llamaron la atención sobre el riesgo de abrir la puerta a graves violaciones a derechos humanos. Lo cierto es que implantar una medida cautelar como el arraigo, cuando vemos que la mayoría de los mandos policíacos y ministeriales no respetan la ley y en muchos casos ni la conocen, es francamente abrir más las puertas a las violaciones de derechos humanos en contra de personas que bajo tortura no tienen otra alternativa de firmar lo que sea. Por supuesto que hay que aplicar todo el peso de la ley a los se dedican a cometer delitos, pero también se debe aplicar a los que torturan.
Las familias de los policías municipales detenidos bajo arraigo en el campo militar seguramente que tienen sus abogados y tendrán que reclamar la reparación del daño causado por tortura que establecen nuestras propias leyes, con independencia de si los acusados resulten realmente responsables o no de lo que se les acusa. Ahora por mandato de los organismos internacionales, incluyendo la ONU, los gobiernos están obligados a castigar penalmente a los torturadores, sobre todo después de que México firmó el Protocolo de Estambul que obliga a los Estados Partes de la ONU a tratar como delito grave los casos de tortura y la complicidad.
En base a mi experiencia en el Consejo de la Academia Nacional de Seguridad Pública de la federación y como parte del equipo de asesores en la Cámara de Diputados en temas de derechos humanos y seguridad pública, puedo comentar que incluso en el Plan Mérida, firmado entre México y los Estados Unidos, se establece en su sección 114 (a) del Titulo I, la suspensión de la asistencia económica destinada a combatir el crimen organizado, en aquellos casos en que la Secretaría de Estado de los Estados Unidos, conozca de hechos debidamente fundados relacionados con violaciones graves a derechos humanos cometidos por las fuerzas armadas o por cualquier cuerpo policial.
Tal asistencia económica podrá continuar, se dice en el texto del propio Plan Mérida, sólo en caso que el gobierno mexicano demuestre que los responsables de tales violaciones, sean militares o policías, han sido procesados penalmente.
Lo que procede en este caso es hacer la denuncia y solicitar la investigación correspondiente al Departamento de Estados de los Estados Unidos, y depositar el escrito en el consulado norteamericano más cercano o enviarlo por paquetería a Washington. Tan sencillo como eso.
Como podemos ver, ahora las victimas de violaciones graves a sus derechos humanos tienen muchos recursos legales y políticos dentro y fuera del país, no como en los tiempos de Díaz Ordaz y de Luis Echeverría, cuando todas las policías torturaban a ciencia y paciencia de los políticos y gobernantes. Ahora lo importante es evitar que aquellos tiempos regresen y aún cuando se trate de un solo caso de tortura, debemos denunciarlo y exigir que se castigue, tal y como lo ordena la ley. Ni más ni menos.
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