Les contaba la semana pasada, que una empleada de la casa que en 1977 ocupaba la embajada mexicana en Haití, cuyo jardín estaba custodiado ilegalmente por Tontons Macouts armados, me había llevado a atisbar entre las rendijas de un sótano, a varias personas que habían llegado ahí buscando asilo.
Y que al oír el ruido de un coche, me había jalado a la sala; a la que llegué, justo a tiempo de sentarme y ver que entraba el embajador Rafael Eugenio Morales Coello, dando el brazo a su anciana madre que recién había recogido en el aeropuerto.
Cargaba una histérica y ladradorsísima perrita foxterrier, a la que calmaba con caricias y besos en el hocico; y tras su sorpresa y mis reclamos por no haberme recibido en varios días, empezó a contarme que tenía apenas semanas en el cargo; que por ser soltero, debía dedicar tiempo a arreglar la casa “que estaba infame”; y que pese a haber sido su compañero, el Presidente López Portillo lo había mandado “a este repugnante lugar de negros, con los que no se puede hablar de nada; y menos de literatura, que es lo que me interesa”…
Lo dejé hablar un rato para que se engolosinara con sus palabras y poder recuperarme de las impresiones recibidas.
Luego, prendí mi grabadora y le pregunté de sopetón, si podía entrevistar a los asilados.
Se paró como resorte y a gritos y moviendo los brazos en actitud amenazante, negó que los hubiera.
Para protección mía y de la sirvienta que me había mostrado el calabozo, inventé que el director de mi periódico Enrique Ramírez y Ramírez, me acababa de hablar para decirme que en México se tenía esa información y pedirme le preguntara por qué no había avisado a Relaciones Exteriores.
Me miró con furia, pero también con miedo; y respondió que estaba esperando que el gobierno haitiano le dijera, “lo que se podía negociar”.
Argumenté que México jamás negociaba el asilo a los perseguidos; y seguimos discutiendo durante algunos minutos, hasta que en tono más agudo que los ladridos de su animal, me dijo que me largara porque no hablaría más conmigo.
Salí y ya en mi hotel, intenté inútilmente comunicarme con El Día.
No quiero a los gringos, pero me gustan más que los tontons y los embajadores chiflados, así que fui a la embajada norteamericana a pedir ayuda para hablar a México.
Me recibieron amablemente; me pasaron datos sobre la terrible situación de Haití, las continuas violaciones a los derechos humanos y el interés del presidente Carter y de su embajador especial Andrew Young, en preservarlos; me presentaron a corresponsales extranjeros a los que perdiendo la exclusiva, informé sobre los asilados para que no fueran a desaparecerlos; y me ofrecieron la compañía permanente de tres Marines, que se alojaban en mi hotel.
Juntos fuimos a la horrible ceremonia del vudú, cuyos tambores oíamos todas las tardes justo cuando pasaba una viejita negra y diminuta gritando paté paté, mientras bajaba de su cabeza una mugrosa canasta con unas cuantas galletitas saladas y húmedas, untadas con jamón molido.
Anduve con ellos varios días, mientras hacía reportajes y entrevistas; y advertí la espeluznante pobreza de la población y la recepción de héroes, que les daba.
Y una noche al regresar al hotel, todo en mi cuarto estaba en desorden; la ropa tirada, mi Olivetti destruida, los rollos de mi cámara, velados, mis apuntes y grabadora rotos y la cinta de los casetes de fuera.
Pero el de la entrevista con el embajador, lo traía siempre conmigo.
Salí de Haití lo más pronto posible; los Marines me llevaron al aeropuerto y don Enrique, director de El Día, me recogió en el de México y fuimos directamente a hablar con el entonces Secretario de Relaciones Exteriores, Santiago Roel.
Le conté lo visto y oído, escuchó la grabación de la entrevista con su embajador y pidió a Ramírez y Ramírez, esperar antes de publicarla para poder salvar a los refugiados.
Con ayuda norteamericana se logró liberarlos, darles protección y encontrarles donde vivir.
Y antes de todo eso, el embajador dejó de serlo.
He querido saber más del asunto, pero en México no encontré datos; el nombre del embajador, no aparece en la lista de diplomáticos mexicanos; y en google, solo se informa que recibió permisos del Senado para recibir en 1978 y 79, condecoraciones menores de los gobiernos de España y Venezuela.
Pero un cable oficial de Estados Unidos, desclasificado por wikileaks en 2009, habla de él como un tipo raro que no cumplió con una sola de las visitas protocolarias usuales entre diplomáticos.
Y agrega “fue el embajador con el récord de más corta estancia en Haití; volvió a México el 29 de nov. 1977 abruptamente y por razones desconocidas, que nos interesaría saber si algún día salen a la luz”.
Quise escribir de esto ahora que hay temor ante Trump, porque así como México ha tenido representantes diplomáticos de excelencia como Gilberto Bosques y Gonzalo Martínez Corbalá, que en diferentes tiempos y circunstancias salvaron a españoles y chilenos, ha tolerado también a gente como Morales Coello, capaz de traicionar la política exterior mexicana y negociar las vidas humanas que debía proteger.
Su caso debe preocupar al gobierno de Peña Nieto y su cancillería, en momentos en los que decenas de cónsules mexicanos tendrán que defender a millones de compatriotas.
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