domingo, 6 de noviembre de 2016

¿Entierro o cremación?

Por Teresa Gurza
Me han gustado muchas disposiciones del Papa Francisco; pero no puedo decir lo mismo, de su prohibición para esparcir las cenizas de los difuntos y de eso que el incumplimiento implicará la negación del funeral católico al fallecido.


Por razones higiénicas, falta de espacio en los panteones y otras, considero la cremación mejor opción que el entierro; y pienso que es mucho menos doloroso y más lindo que enterrar los cuerpos, dispersar las cenizas en el mar, jardines o montañas.

Pero la Congregación para la Doctrina de la Fe, como se llama hoy el Santo Oficio, decidió prohibir esta práctica “para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista y como reacción a las nuevas prácticas de cremación, contrarias a la fe de la Iglesia".

Pero la Iglesia somos todos los creyentes; y por lo que me han comentado amigos y familiares y las críticas de lectores de varios diarios de diferentes países, somos muchísimos quienes estamos a favor de la cremación y de conservar las cenizas fuera de panteones y templos.

Arguye la Iglesia que dejarlas en ellos, que “ayuda a reducir el riesgo de apartar a los difuntos de la oración".

Es un argumento muy débil y totalmente irracional, pensar que porque se están pudriendo en una caja enterrada en un hoyo, vamos a querer más a nuestros muertos o a rezar por ellos con más fervor.

Creo que el amor hacía los seres queridos continúa en el tiempo, independientemente de donde permanezcan sus restos; y que seguiremos extrañándolos y queriéndolos, estén donde estén.

Y el amor no cambia, porque hayan quedado en un cementerio o en una Iglesia donde hay que pagar dinerales por entierro y conservación de la cripta o tumba; y no por que estén ahí, los vamos a querer más o a echar más de menos, sería más bien al contrario; al quitarnos un motivo económico de preocupación, nos queda más espacio para los recuerdos amorosos.

Uno de los clérigos a cargo del nuevo documento, Serge-Thomas Bonino, calificó la cremación como “algo brutal; un proceso que no es natural, sino que interviene la técnica y no permite a las personas cercanas acostumbrarse a la falta de un ser querido".

¡Que poco sabe del querer humano y de los “procesos”, este monseñor! Como si no fuera más brutal la descomposición; como si fuera uno a recordarlos y quererlos más, sólo porque los gusanos se están comiendo esos cuerpos que disfrutamos y amamos.

Ante el alud de críticas por las recientes disposiciones mortuorias del Vaticano, el vocero de la Arquidiócesis de México Hugo Valdemar, declaró que si algún católico esparció ya las cenizas de sus muertos “no debe mortificarse”; pero insistió, “la cremación y la dispersión de las cenizas, son prácticas que contradicen la fe cristiana y la resurrección”.

Flaco favor le hacen a Dios sus ministros; porque eso equivale, a confesar que no lo consideran suficientemente Todopoderoso, como para que le dé lo mismo resucitar desde el sepulcro, que desde el mar, por ejemplo.


El tema ha generado muchos artículos; y en su columna en El País del domingo 30, el periodista Manuel Vincent escribió algo que con variantes, puede también leerse en las redes sociales.

 “La costumbre de incinerar los cadáveres, dice, impuso a la muerte un perfil laico que la Iglesia nunca ha aceptado de buen grado, porque la deja sin controlar la salida de este mundo, previo pago de peaje”.

Tiene razón y es triste que el mismo Papa Francisco que esta semana reivindicó valientemente en Suecia a Martín Lutero, haya firmado prohibiciones capaces de provocar comentarios tan adversos y atribuibles solo al interés monetario de la Iglesia.

Concluye Vincent “ahora el Vaticano trata de controlar nuestras cenizas, con la obligación de depositarlas en un lugar sagrado, como si no fueran sagrados los mares, los ríos y las montañas…”

Estoy de acuerdo; y me siento feliz por haber decidido hace cinco años, que las cenizas de mi esposo Matías fueran esparcidas en una bellísima montaña de Chile, llamada La Petaca; que es parte de lo que fue su rancho y de la Cordillera de la Costa, que corre paralela a la de Los Andes.

Sus cenizas fueron subidas a esa montaña con todo amor y a caballo, por su adorado nieto Maucito; quien las esparció mero arriba, en un lugar que a Matías le encantaba y donde me está esperando para ser los dos juntos y para siempre, parte de su tierra.

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