Han pasado ya más
de dos meses desde que fuera secuestrado don Manuel Serrano Vallejo, padre de
la abogada Maricela Serrano Hernández, Presidenta Municipal de Ixtapaluca, y de
su vida, de su estado de salud, de las pretensiones de los secuestradores, del
avance de las investigaciones respectivas, etc., no sabemos absolutamente nada.
Dicho sin ninguna gana de exagerar,
estamos casi exactamente igual que el primer día. Y lo que resulta todavía más
insólito es la displicencia de las autoridades que, por ministerio de ley, tienen
la obligación irrenunciable de investigar y resolver crímenes como éste. La
indiferencia y la flema con que tales funcionarios actúan y contestan a las
legítimas inquietudes de la familia son tales, que resulta imposible no
concluir que es algo calculado, intencional, un mensaje subliminal que puede
entenderse como un llamado a los interesados a perder toda esperanza en la
recuperación de la víctima, una especie de sentencia de muerte y desaparición
definitiva transmitida en forma silenciosa, a través del lenguaje corporal de quienes
tienen el deber de encontrarla.
Si esta lectura
fuera la correcta, de ella se desprendería una muy grave inferencia: que las
autoridades saben ya todo lo relativo al secuestro, esto es, quiénes son los
autores materiales e intelectuales, cuáles son (o fueron) sus motivos y sus
demandas, cuál es la situación actual de la víctima y cuáles son, por último,
las intenciones de sus captores. Y que nada de ello favorece ni al secuestrado
ni para sus seres queridos, ya que en caso contrario no se explicaría la
reserva con que se comportan. Ante esta legítima conclusión, se vuelve obligado
enfrentarse a la siguiente dura cuestión: ¿qué se esconde tras el hermetismo
oficial? ¿Por qué ese juego perverso con la información que se parece mucho a “como
juega el gato maula con el mísero ratón”, que dijo el compositor? ¿Qué hay de peligroso
o de explosivo en todo esto, para que se maneje casi como secreto de Estado?
¿Qué ocultan o a quién protegen los que se reservan la información para sí, negando
a la familia y a la opinión pública el indudable derecho que tienen de saber la
verdad? Obviamente, no se trata de un gesto de delicadeza y de tacto hacia el
dolor de la familia, pues la incertidumbre hace más doloroso para ella el
secuestro, y las autoridades lo saben.
Pero
veamos el problema por otra de sus caras. Como lo publiqué oportunamente, justo
en el momento en que todo parecía indicar que se llegaría a un consenso sobre
el camino seguro para negociar con los secuestradores y rescatar con vida a don
Manuel, en una reunión entre familiares y amigos de la víctima, representantes
de Gobernación Federal y el Procurador de Justicia del Estado de México, este último,
intempestivamente y en un tono agresivo que contrastaba con la atmosfera de la
reunión, se puso a exigir a Maricela Serrano que aportara las pruebas de que el
gobernador Eruviel Ávila era el autor intelectual del secuestro o, de lo
contrario, se negaba a llegar a ningún tipo de acuerdo. Fue inútil que tanto la
directamente señalada como sus compañeros explicaran, una y otra vez y con absoluta
claridad, que tal acusación jamás había existido; el Procurador se mantuvo en
sus trece y, al final, abandonó la reunión, no sin antes “recordar” a todos que
la investigación del caso estaba en sus manos y sólo en sus manos. A Maricela y
acompañantes no les quedó duda que el súbito ataque de irracionalidad del Procurador
no era más que una burda maniobra para reventar la reunión y eludir el compromiso
de rescatar con vida a don Manuel. El tiempo demostró que no se equivocaban,
pues en una o dos llamadas más que todavía hicieron con posterioridad los
supuestos secuestradores, se negaron a dar una prueba de vida del secuestrado, a
pesar de que era evidente que de ello dependía el monto y pago del rescate, con
lo cual, prácticamente, confesaron que el dinero no era lo que les interesaba.
Y después de eso, nada. Silencio total, y no sólo de los secuestradores, sino,
también de la Procuraduría de Justicia mexiquense, hasta el día de hoy.
Por otra parte, los contactos habidos entre la
familia Serrano Hernández y los representantes nacionales y estatales del
Movimiento Antorchista, con algunos funcionarios federales y con diputados al
H. Congreso de la Unión, les han permitido a los primeros comprobar que, en todos
esos contactos hay una constante que consiste en que, en un lenguaje
estudiadamente sibilino pero entendible, deslizan el mensaje de que el secuestro
es “político” y que, en el fondo, está el odio de gente poderosa del Estado de
México cuyos intereses se han visto lesionados por el trabajo del antorchismo
mexiquense. Si juntamos, pues, ambas vertientes del asunto que he tratado de
resumir, resulta claro que no queda margen ya para pensar que el secuestro de
don Manuel es un crimen común y corriente que se resolverá por la vía
económica. Y tampoco queda margen, por tanto, para seguir eludiendo la temida
conclusión de que se trata de un crimen
de Estado, esto es, de un hecho delictuoso en que, de alguna manera y en
alguna medida (aunque sólo sea por permisividad y omisión en la función
investigativa y punitiva), están interviniendo personajes que desempeñan altos
cargos públicos en el Estado de México.
Ahora bien, así
las cosas, es imposible dejar de advertir la gravedad y la trascendencia de tal
situación. La violencia institucionalizada, el Estado delincuente, dicen los
estudiosos del tema, nunca son gratuitos ni se explican sólo como errores
personales de perspectiva política e histórica. Surgen casi siempre de una
profunda crisis social y económica que provoca, de un lado, el descontento de
las masas populares, que siempre llevan la peor parte en tales crisis, y de otro,
la ausencia de todo margen de negociación por parte del Estado para satisfacer,
en alguna medida, las demandas de las mayorías empobrecidas. El único remedio
posible en tales casos es una sobre explotación adicional de las capas
populares, privándolas hasta de lo más indispensable, como alimento suficiente,
salud, abrigo y educación, lo cual sólo puede llevarse a la práctica mediante
el empleo de la fuerza, legal e ilegal, hasta donde sea necesario, pues no hay
Estado de Derecho capaz de convencer a la gente de morirse de hambre “pero
dentro de la ley”. Hace rato que en el país hay síntomas serios de violencia
institucional, de violaciones reiteradas a la ley que protege la vida y los
derechos fundamentales de los ciudadanos, a los cuales se agregan ahora el secuestro
de don Manuel Serrano y las masacres en Oaxaca contra los indígenas de
Yosoñama, que comienzan a cobrar visos de genocidio, a ciencia y paciencia del
gobierno de aquel Estado. ¿De qué se trata? ¿Alguien se ha vuelto loco con el
poder y se siente superior a todo y a todos, incluida nuestra Ley de leyes, o
nuestra economía requiere una cura de caballo a costa de los más pobres entre
los pobres? La respuesta más segura, como siempre, queda en manos del tiempo. Poco
ha de vivir quien no conozca la respuesta.
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