Inés tiene 54 años y cuatro hijos “en el norte”; dos en Chicago y dos en Nueva York.
Hace 18 años que no ve a los mayores, que ya le han dado cinco nietos gringos que van a escuelas públicas y hablan muy bien inglés y a los que no conoce.
“Se fueron porque éramos muy humildes y tíos que se habían ido antes, les ofrecieron ayuda y pagarles lo de los coyotes…”
Por 20 mil pesos de los de entonces y por cada uno, los llevaron en autobús a Hermosillo y de ahí, caminando de noche y escondiéndose de día entre los matorrales del desierto de Sonora, entraron a Estados Unidos.
Allá se casaron y la vida los ha tratado mejor que a su mamá, que se gana la vida en Cuautla haciendo de todo en una casa con cinco niños y una patrona avara y malhumorada.
“Yo me quedé acá tristeando; solita, solita, la paso en mi casa; y en veces, hasta hablo sola o platico con los de la tele, como si fueran mis hijos…”
En Morelos le quedó únicamente una hija: estaba allá, pero sus hermanos la regresaron en silla de ruedas cuando la atacó la artritis y al poco tiempo la alcanzaron su hijita y su marido y los tres viven ahora cerca de Cuernavaca.
“Fue muy feo ver como regresó mija de enferma; pero poco a poco y con inyecciones en las rodillas, los codos y los dedos, la fui levantando y hoy aunque tiene dolores fuertes, la va llevando…”
El hijo que vive en Chicago, trabaja de noche en carros de la basura; entra a las ocho de la noche y su turno termina a las seis de la mañana; tiene esposa mexicana y dos hijos nacidos allá y cuida de una hermana de 16 años, que le envió Inés hace tres, para librarla de la violencia de Cuautla y que tuviera mejor vida.
Y también por eso, Inés le pidió a su hija de Nueva York que se hiciera cargo de la menor de sus hermanas; y a los 14 años que va a cumplir va a la escuela y la ayuda en el quehacer, porque no trabaja fuera de casa gracias a que su marido tienen una empresita que da mantenimiento general en pintura, herrería, limpieza y plomería, a casas de hispanos; y como tienen en regla sus papeles migratorios pudo comprarse un departamento; de modo que por ellos Inés no se preocupa tanto.
La llaman con frecuencia y le han dicho que no se apure, porque la situación está y tranquila y hasta el momento no han sabido de ningún conocido que haya tenido problemas con la migra.
“Pero pienso que no todo es tan así, porque ya ve lo que sale en los noticieros y pa`mí que lo que sucede es que así como yo no les platico de mis apuraciones, ellos no me cuentan las suyas; pero las niñas de mi hija la de Chicago, me apuran menos porque son gringas y si la deportan se quedan con su papá; me preocupan más el de Nueva York y su familia y mis dos hijas chicas.”
No les pide que regresen, porque en México la situación está económicamente muy mal y violenta; “los extraño mucho… sea como sea son mis hijos, los traje nueve meses en mi panza y los crie con muchos problemas… y en veces pienso que no los voy a volver a ver y solo vendrán a enterrarme, pero nada me gano con entristecerme y hacerme gorda la cabeza con ideas…”
Se emociona contando que no la han olvidado, que están al pendiente y le mandan dinero, zapatos o ropa, cada que pueden.
Y ella corresponde tejiendo vestiditos para las niñas y mandándoles la comida que les gusta con un señor que sale mensualmente de Cuautla, a llevar antojos mexicanos al norte de Estados Unidos.
El problema es que como Chicago y Nueva York están muy alejados y cada quien tiene su familia y obligaciones, “no se pueden compartir lo que les llega ni frecuentarse mucho”.
Nunca pensó en irse con ellos; primero no hubo dinero para hacerlo y ahora que ya les va mejorcito, “con este Trump no sabemos que vaya a pasar y a lo mejor tengo al mismo tiempo pena porque me los deporta, pero gustazo de verlos antes de que me muera…”
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