Por Teresa Gurza.
En marzo pasado la Organización de naciones Unidas, ONU, alertó sobre el desperdicio del 17 por ciento de los alimentos, precisando que en su mayor parte procede de hogares que tiran a la basura, comida que podría consumirse.
Y este lunes 12 de julio, cinco de sus agencias: FAO, FIDA, PMA, Unicef y OMS, advirtieron que la situación es tan crítica, que no se podrá cumplir la meta de llegar al 2030, con un planeta sin hambre.
En un informe conjunto indican, que el COVID-19 ha tenido un impacto en la economía mundial no visto desde la Segunda Guerra Mundial y uno de los principales efectos, es el aumento de personas con hambre en casi todos los países.
Explica que los precios de los alimentos subieron más que en los últimos 10 años y este mayo se incrementaron en 40 por ciento, aumentando los niveles de pobreza y desigualdad e impidiendo que 3 mil millones de seres humanos, puedan acceder a una dieta saludable.
En algunas regiones, a esta dramática realidad se unieron desastres climáticos, conflictos y guerras, y la seguridad alimentaria de la población desnutrida, “se deteriorará irremediablemente” de no tomar acciones inmediatas porque hay ya, 811 millones que no saben qué comerán hoy.
Y aunque no se salva ninguna región del mundo; lo más preocupante son los 39 millones de niños menores de cinco años, malnutridos en Asia y África.
Por lo que toca a México, poco más de 9 millones de compatriotas están malnutridos; 7 millones y cuarto -5 punto 8 por ciento de nuestra población- pasan hambre severa y de 2018 a 2020, aumentó 68 por ciento el número de mexicanos que pasaron uno o más días sin comer, se tienen que saltar una comida al día o no pueden pagar una dieta saludable.
La ONU enfatiza que impedir el desperdicio de 931 millones de toneladas de alimentos, -equivalente a 23 millones de camiones de 40 toneladas que formados darían vuelta a la Tierra cuatro veces-, reduciría la emisión de gases de efecto invernadero, la destrucción de la naturaleza y el hambre.
Y anuncia que la oportunidad para tomar medidas contundentes será la Cumbre de Sistemas Alimentarios, del próximo primero de diciembre en Tokio, Japón.
Entre las más más urgentes menciona:
La integración de estrategias de desarrollo y consolidación de la paz en zonas de conflicto, con protección para evitar que las familias vendan lo poco que tienen, para poder alimentarse.
Ofrecer a los pequeños agricultores, acceso a seguros contra riesgos climáticos.
Apoyar a la población más vulnerable, para reducir los efectos de la pandemia y la volatilidad en los precios de los alimentos.
Fomentar la plantación de cultivos y facilitar la llegada a los mercados, de pequeños productores de frutas y hortalizas.
Combatir pobreza y desigualdad, con cadenas alimentarias en comunidades pobres y transferencias de tecnología.
Y como si toda esta situación no fuera suficientemente grave, otro informe de la OMS señaló que el 25 por ciento de la población mundial carece de agua potable y por falta de servicios básicos, 500 millones defecan al aire libre.
Todo mientras ricos y poderosos, que no llegan al 10 por ciento de la población mundial, aumentan sus ganancias con la pandemia.
Estos datos son muestra de que no hemos avanzado y me recordaron lo escrito hace 4 y 5 décadas por Ryszard Kapuscinski en su libro Ébano.
En esa serie de artículos sobre África, el reportero polaco describió ciudades etíopes plagadas de moscas “irritadas y rabiosas” y en medio de ellas, sentados entre la inmundicia y el polvo, aldeanos llegados con la esperanza de encontrar un sorbo de agua y algo para comer.
Pero desahuciados e incapaces de más esfuerzo, morían de hambre; “la muerte más silenciosa y sumisa de las que existen”.
Había suficiente comida, pero fuera de su alcance; porque subieron tanto los precios por la sequía, que los pobres no tenían con qué pagarla y en Etiopía murió de hambre más de un millón de personas.
Pudieron tal vez haber recibido ayuda, “pero por razones de prestigio” primero el gobierno de Haile Selassie y después del comandante Mesgistu, que le arrebató el trono y la vida, ocultaron la situación; “los separaba, la lucha por el poder y los unía la mentira”.
Y en otra página sintetiza, que dictadores y mandatarios autoritarios tienen en común su incultura, el sentirse todopoderosos y que les encanta hablar horas.
Características semejantes a las de uno que tenemos por acá y que se ufana hasta de ser destapador de corcholatas; como llamó, a sus más cercanos colaboradores.
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