Por Teresa Gurza.
Al mediodía del 10 de junio de 1971 estrené tenis y pants blancos porque iría a mi primera clase de yoga cerca de casa de mis papás y puse ropa en una maletita para cambiarme porque era Jueves de Corpus, mi papá se llamaba Manuel y comeríamos en familia.
Tenía diez meses de divorciada y cinco como reportera del programa Hoy Domingo, de Jacobo Zabludovsky en el canal 2 de Telesistema Mexicano, hoy Televisa; era mi primer trabajo.
Vivía en Tlalpan y mis padres en Copilco-Chimalistac, así que tomé Insurgentes; en la UNAM, decenas de estudiantes pedían aventón.
Paré y cuatro se apretujaron en mi volkswagen, iban a San Cosme; les dije que solo llegaría al monumento a Obregón y argumentaron que ahí sería más fácil conseguir transporte.
Eran en Economía, uno comentó que me había visto en televisión y le gustaban mis reportajes; les platiqué que había estudiado Historia en la Facultad de Filosofía, pero no terminé porque me casé.
“Entonces eres universitaria y tienes que ir a nuestra marcha y servirá para que informes que somos muchos” agregó; el resto coreó, ´no somos uno no somos cien, prensa vendida cuéntanos bien´.
Su entusiasmo, y mis ansias de novillera por la noticia, lograron cambiar mis planes y seguimos camino.
Era la primera manifestación después del 68, se decía que en apoyo a estudiantes de Monterrey porque una ley amenazaba la recién conquistada autonomía de la universidad de Nuevo León, y sería encabezada por líderes del movimiento y Marcué Pardiñas que, “si huele lío, se escabulle”.
No conocía bien la zona y como quería irme pronto, estacioné el coche en una calle de la que pensé podría salir fácilmente, creo que era la Amado Nervo; ellos corrieron a unirse al contingente.
Había bastante gente, pancartas, mantas, porras a la UNAM y el Politécnico y gritos de júbilo por haber vuelto a marchar y contra el presidente Echeverría, camiones de granaderos y tanques como del Ejército, pero azules.
Entre la multitud estaba una compañera que me preguntó si Raúl Hernández -jefe de información de 24 Horas el otro noticiero de Zabludovsky- me había mandado a cubrir la manifestación; no, le dije, solo vine a ver… “¿traes tu credencial?” no, no pensaba venir… “uy, si te detiene la policía, diles ´halcón o gacela´ y que trabajas con Jacobo…”
“No es gacela, es Perseo”, terció una colega de Novedades y no alcanzamos a hablar más; las perdí de vista, porque pasaditas las cinco de la tarde empezó una corredera y la marcha se abrió al llegar unos camiones grises y otros sin puertas, de los que saltaron tipos en playera y peluqueados como soldados que, con palos largos color bambú, empezaron de la nada a golpear estudiantes.
Se oían muchos balazos, algunos muchachos cayeron, otros tropezaban con el alto escalón del camellón de la calzada México-Tacuba.
Varias personas nos refugiamos en una zapatería; el encargado bajó la cortina y ayudamos a poner detrás, sillas y cajas que decían alpargatas españolas y que, aunque ahora me parezca increíble, se me antojó probarme.
Un señor dijo que los palos daban toques y se usaban para controlar vacas, los demás permanecimos mudos; como a la media hora llamaron por teléfono al encargado, que abrió una puertita y nos corrió.
Seguí a gente que entraba a un edificio de tres o cuatro pisos con balconcitos, subimos las escaleras y llegamos a una azotea con jaulas para tender ropa.
Un fotógrafo advirtió que debía irme, porque había francotiradores y mis pants eran un blanco que pondría a todos en peligro; volví a las escaleras, oí jaleo, toqué en un departamento y una viejita entreabrió la puerta para que entrara.
Me prestó su teléfono, ni soñar entonces con celulares, y llamé al licenciado Zabludovsy; le hice una reseña de lo que había visto, me pidió que no me expusiera y cuando hubiera calma, fuera a Telesistema.
Esperé bastante rato, sentí que la señora y su marido, que a cada rato se asomaba al balcón, temían que continuara ahí y bajé aterrada.
Todavía no obscurecía, había poquísima gente y algunos charcos de sangre a los que hombres de los tanques azul marino les echaban un grueso polvo anaranjado, como ladrillo molido.
Quedé pasmada viendo; se acercó un policía y un señor alto me tomó del brazo y dijo quedito ¨salga de aquí¨.
Me asusté más, pero al notar que traía una veladora con forro de la Virgen de Guadalupe, confié y le dije que quería buscar mi coche.
Me acompañó hasta encontrarlo con el cofre abierto, dos vidrios rotos, sin llanta de refacción ni maletita; se oían tiros y muchas sirenas de ambulancias.
Intenté echarlo a andar, pero no pude; el señor que ya se iba, regresó, lo prendió, lo manejó, dijo que al parecer los agresores habían sido entrenados por el militar Casiano Bello -Director de Limpia y Transportes del Departamento del Distrito Federal- y se bajó cerca de la Lotería Nacional tras preguntarme si ya me orientaba.
He lamentado siempre no haberle preguntado ni su nombre, tampoco le di el mío, tal vez por estar impactada de que ahí estuviera todo tranquilo; como si nada.
En la oficina de Zabludovsky estaban Miguel Alemán que era director de noticieros y Emilio Azcárraga; los tres preocupados y ansiosos por conocer pormenores.
Jacobo apuntaba, Azcárraga entraba y salía, Alemán me informó que los tanques azules eran antimotines y otros reporteros que fueron llegando, aportaron sus versiones.
Zabludovsky se fue a entrevistar a Echeverría y yo a mi casa por la calzada de Tlalpan, por miedo a pasar por Ciudad Universitaria.
De todo eso han transcurrido cincuenta años y ni el presidente que ordenó reprimir a miles y asesinar a decenas de estudiantes, ni los ejecutores, han recibido el castigo que merecen.
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