martes, 27 de diciembre de 2011

Cultura y política

Por Aquiles Córdova Morán
A Enrique Peña Nieto, virtual candidato del PRI a la Presidencia de la República, literalmente se le ha venido el cielo encima, sacudido por intelectuales (algunos realmente calificados, pero otros no) con acceso a los medios de información, y por sus adversarios políticos seguidos de su corte de “colaboradores” cercanos.
 Todos están aprovechando el tropiezo que sufrió en la Feria Internacional del Libro (FIL), en Guadalajara, al no poder responder a la sencilla cuestión de mencionar tres libros que le hubiesen cambiado la vida. Un reconocido (ese sí) escritor, Carlos Fuentes, sentenció de inmediato que el Lic. Peña Nieto no tiene derecho a gobernar al país, en vista de su crasa ignorancia que lo incapacita para alternar con sus pares en el mundo; y un político muy hábil, Marcelo Ebrard, se colgó de esa sentencia y llamó a los mexicanos a “hacer caso” de la recomendación de Fuentes. Pero la “tempestad de frases vanas” (como dice una poesía conocida) va mucho más allá, en cantidad al menos, de esas calificadas opiniones; y todas apuntan en la misma dirección: Peña Nieto no debe ser Presidente de México. La clara manipulación política del asunto no deja lugar a duda de que la verdadera intención de los críticos oficiosos no es garantizar un buen gobernante para los mexicanos, sino la mucho más prosaica de llevar agua al molino de su propio candidato. Estamos ante una maniobra que se inscribe de lleno en la lucha por el poder presidencial a decidirse en 2012, y es por esta razón que considero mi derecho hacer pública mi visión del problema, haciendo un esfuerzo por ser menos superficial que la campaña mediática que comento.
La idea de que el poder político de la sociedad debe estar en manos de “los más sabios, justos y bien preparados” para ejercerlo, es tan vieja como el nacimiento mismo del Estado, y de ella se han ocupado algunos de los pensadores más reconocidos por la humanidad en el terreno de la filosofía; de la teoría del Estado; de las ciencias de la naturaleza, de la sociedad y del pensamiento; de las distintas manifestaciones artísticas, etc., preocupados no sólo por los problemas de su campo específico, sino también por los que afectan a toda la sociedad de su tiempo. Las pruebas más remotas de que esto ha sido así, nos las aportan las investigaciones arqueológicas y paleohistoriográficas de culturas tan antiguas, y tan desarrolladas al mismo tiempo, como la india, la china y la mesopotámica. Más cerca de nosotros, existen pruebas documentales irrefutables en obras tan famosas e infalsificables como “La Guerra del Peloponeso”, de Tucídides; la “República”, de Platón; y “la Constitución de Atenas”, de Aristóteles.

Con el mismo valor probatorio se puede aducir el documentado interés de Filipo de Macedonia, padre de Alejandro el Grande, por formar a su hijo en la más excelsa tradición cultural griega, colocándolo bajo la tutela pedagógica nada menos que del propio Aristóteles de Estagira. En todos estos casos, es evidente el esfuerzo por hacer realidad la idea de que el mejor gobierno es el gobierno de los “sabios”, como dice tajantemente Platón.

Pero a pesar de la antigüedad del planteamiento, y de algunos ejemplos notables de gobernantes cultos cuya acción benéfica todavía disfrutamos hoy (Asurbanipal y su biblioteca; Ashoka y el desarrollo del norte de la India, Shih-Hunag-Ti, y la Gran Muralla China; Pericles y la reconstrucción de Atenas; Justiniano y las Pandectas, Alfonso X, “El Sabio”, y su famosa legislación) la propia intermitente reaparición del tema demuestra que, en términos generales, tal propósito ha quedado siempre en eso, en simple propósito, en todo tiempo y lugar. Y a pesar de ello, el mundo jamás ha carecido de gobernantes, y algunos de ellos, sin ser ejemplos de “cultura” ni de erudición en tema alguno, han sido grandes constructores de pueblos y naciones (el propio Alejandro, Augusto, Napoleón), y otros, que si presumían de leídos y entendidos en todo (Nerón, Hitler y sus ministros), son modelo de crueldad y de ferocidad más allá de toda ponderación. ¿Qué prueba todo esto (y más que pudiera aducirse)? Que la “cultura” refinada, que la erudición libresca sin una sólida definición filosófica y política, ni es sinónimo de buen gobierno, justo y eficaz, ni ha sido obstáculo insalvable para que verdaderos estadistas gobiernen a sus pueblos con destreza y los conduzcan a buen puerto.

Pero hay más. El estudio atento del problema, de ejemplos destacados como algunos que mencioné (Platón, Aristóteles, los filósofos de cabecera del fascismo alemán, etc.), también demuestran que la demanda de que el poder esté en manos de los “sabios” no ha sido casi nunca bandera de los explotados, del pueblo trabajador, sino precisamente de otros “sabios” que, por razón de su misma posición social, de su lejanía respecto al trabajo manual y su consiguiente endiosamiento del trabajo intelectual, expresan en ella su desacuerdo con el régimen en que viven (la democracia ateniense, por ejemplo) y lo sintetizan en una consigna cuyo contenido político y social se le escapa: no perciben que al pedir un gobierno de “sabios”, descalifican, automática y necesariamente, al “ignorante” pueblo trabajador y a sus representantes, para la tarea de gobernar; que ello equivale a negarles, de una vez y para siempre, el derecho y la legítima aspiración a participar, incluso desde el gobierno mismo, en la vida de la nación y en el rumbo que la misma debe seguir. Pero volvamos al testimonio de la historia; y esta vez, para que el ejemplo valga, me referiré a la historia nuestra, a la historia de México. Nuestro mejor líder político y militar en la sangrienta guerra de Independencia, fue el Generalísimo don José María Morelos y Pavón, un cura de aldea de poca lectura, que no tenía, siquiera, la instrucción de don Miguel Hidalgo, pero que superó con mucho al Padre de la Patria en el terreno de los hechos; mientras que el “sabio” y “erudito” Lucas Alamán, hijo de una de las más ricas familias de Guanajuato, enemigo rabioso de Hidalgo y su causa y educado en Europa, murió lamentando el “error” de habernos separado del Imperio Español.

Y en la Revolución Mexicana, el pueblo trabajador llevó al poder a Madero, también hijo de una rica familia terrateniente de Parras de la Fuente, Coahuila, y también educado en Europa. Pero ya en el poder, Madero se negó a llevar a cabo el acto revolucionario de entregar la tierra a sus legítimos dueños, haciendo a un lado las chicanas legales y los enredos burocráticos de los hacendados. Tuvo que ser otro “ignorante” hijo del pueblo, el General Emiliano Zapata, el que enarbolara y defendiera, con su vida misma, la causa de los campesinos, en contra del mismo presidente Madero. Y muerto éste, ¿quién derrotó al chacal Huerta y abrió el camino al poder revolucionario? Fue otro “iletrado”, otro “ignorante” incapaz de dialogar con las élites gobernantes del mundo, el General Francisco Villa, mientras el “culto” Vasconcelos, secretario de Eulalio Gutiérrez y ferviente admirador de la “cultura” y “la suavidad del trato” de Madero, se dedicó a sabotear el suministro de carbón a los trenes villistas, para hacer zozobrar su causa.

¿Quiero decir, acaso, que el verdadero saber (no la “cultura” de oropel ni los refinamientos de salón) es superfluo, o hasta estorboso, para un político emanado del pueblo? Ni mucho menos. Buena parte de la derrota final de Villa y de Zapata se explica por su ignorancia casi total de las leyes de la política y de la sociedad. Pero sí sostengo que al pueblo no le interesan los gobernantes “cultos” sin más, es decir, dueños de un “saber” y de una “preparación” cuya orientación social y cuya aplicación práctica no pueden o no quieren precisar; que es indispensable indagar de qué “cultura”, de qué orientación económica, política y social se trata. Por ejemplo, saber qué mentalidad podemos suponer en un “gran economista” educado en Estados Unidos; al servicio de qué intereses pondrá sus conocimientos en caso de llegar al poder. Y puestos en el caso extremo de tener que elegir, otra vez, entre Hidalgo y Morelos o Lucas Alamán, sostengo que la respuesta no admite dudas: es preferible el iletrado que siente, ama y piensa como el pueblo, que un “sabio” amaestrado y entrenado para oprimirlo. El reciente plantón de los antorchistas cerca de Gobernación federal, puso los puntos sobre la íes: mientras la derecha, sus voceros y sus aliados (como el senador perredista de opereta, Carlos Navarrete) se soltaron el pelo condenando a los manifestantes y acusándolos de chantajistas, Enrique Peña Nieto se negó al sucio y vergonzoso jueguito, a pesar de las groseras presiones de Ciro Gómez Leyva. Por eso, es correcta, justa y sincera la defensa de Peña Nieto ante sus descalificadores: se me olvidarán títulos y autores de libros, dijo, pero no se me olvida la pobreza y la injusticia social que vive el país. Peña Nieto, pues, puede ser Presidente.

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