domingo, 14 de septiembre de 2008

CRÓNICAS DE MIGRANTES

Inspirado por una idea que pretendía concretar algún día el periodista Aurelio Garibay QEPD quien durante una década documentó su obra:
LOS SOBREVIVIENTES DE LA MIGRA.

Por Odilón García
Inhaló profundamente y el viento hervía..

Los zapatos estaban ya despedazados y el estómago le exigía algo de comer, esta discusión la había tenido hace dos días e incluso y hacía unas horas, cuando se despertó y de inmediato saltó de entre unas piedras cuando la tierra le comenzó a abofetear la cara con un vientecillo que se perdía a lo lejos entre cerros de piedras redondas y gigantes. Sólo él, el viento se daba el lujo de silbar, los demás estaban desesperadamente callados, al menos eso parecía.
La inmensidad da miedo.
Desespera.
La soledad es tan inmensa como la panorámica que estaba ante sus ojos, una amplia extensión de cerros rocosos y traidores donde por las noches aparece indudablemente, guiado por su olfato, el infernal perro salvaje. El animal tiene hambre, como él, con la diferencia que incluso una semana se puede pasar sin alimento, Carlos no. La manada de colmillos, colas y pulgas, le ha acompañado los últimos kilómetros, espera paciente que se caiga y se adormezca, que sus sentidos se pierdan y se convierta en festín de todos los que escondidos lo observan caminar solitario en este extraño desierto montañoso.
Se había despertado con dolores en el estómago, instintivamente, metió las manos al bolsillo, como buscando dinero, con esa sensación que dan las monedas y los billetes. Parece que cuando tenemos una necesidad, metemos las manos en los bolsillos para sentir el dinero que ahí se deposita, pensamos cuánto es y sabemos automáticamente que haremos frente a la emergencia. Pretendemos confiar en el dinero que en las ciudades nos da certezas, que lo cambiamos por comida. Seguridad urbana que aquí no vale nada, ni el dinero, ni el celular que ya no tiene pila, ni la pulsera de hule que le regalaron en Tijuana, nada vale excepto lo que hay en su espíritu, en su mente, la imagen de su hermana en los departamentos de San Diego, la imagen de sus sobrinos chiquitos, la de sus amigos que a esa hora se preparan para ir a la escuela, con sus pantalones bombachos, algunos tumbados, otros subidos en la patineta. Mientras piensa camina, hambriento, sin agua, con miedo a pleno rayo del sol.
En la montaña arenosa y agreste ya no se ve la punta de la rumorosa, tampoco la planicie y los cerros bajos que lleva a la carretera 8. No se ven más que cerrillos, todos iguales y repletos de rocas. Después de varias horas de camino, se detiene. Busca un sitio para cubrirse del sol, no trae gorra. Descubre un paraje que le es familiar, una pequeña cueva formada por las enromes rocas recargadas una con la otra. Mira hacia adentro y confirma, ha regresado a donde mismo.
Tal vez sea el lugar, tal vez el sitio. Otra vez le arrecia el dolor abdominal.
Ya no busca sombra, ahora más horrorizado, sigue caminando, “en línea recta”, imposible.
Los cañones y montañas, tienen sus propias reglas, no permiten a nadie caminar en línea recta, después de muchas horas de camino todos tienen que darle la vuelta.
De pronto, como destello en su mente, recuerda por dónde se mete el sol, los días parque en coronado y la sombra que proyecta su cuerpo le permite finalmente orientase. No fue fácil, pero entendió que de cara al sol estaba el mar y colocando su mano hacia él su cara quedó de frente a su destino.
Comenzaba a hacerse de noche y no quiso seguir más. Buscó refugio en un grupo de palmeras enanas. Si saberlo había llegado a un sitio donde los restos de otro migrante, dos semanas atrás habían sido localizados por Ángeles del Desierto que encabeza Rafael Hernández. Vio huellas alrededor del sitio y se sintió tranquilo al pensar que se encontraba en el camino correcto.
Carlos tiene 20 años, es adolescente en Estados Unidos y adulto en México. Ha vivido la mitad de su vida en el país de habla inglesa, ahora se encuentra en uno de sus extremos, en la zona conocida como el Valle de la Luna, a unas 7 millas de la carretera interestatal 8 que corre a lo largo de San Diego y Yuma, los puntos más “cercanos” de esta historia.
Cuando trató de conciliar el sueño, recordó el inicio de la travesía el cruce por Tijuana, en el Nido de las águilas, el extremo noreste de la ciudad, donde hasta hace unos 10 años terminaba la mancha urbana. El grupo era de 12 migrantes. Muchos se quedaron atrás y entre estos él.
La noche llegó como siempre, con sus horrores nocturnos. Antes hay que juntar piedras pequeñas para ahuyentar a los felinos, por esta zona hay pumas, gato montes y la manada de perros; las víboras, escorpiones, tarántulas y carroñeros solo se preocupan entre sí.
Por la madrugada lo despertaban los animales a los que les arrojaba piedras, cuando el cielo estaba más alumbrado por las gruesas constelaciones y estrellas, repasó en su mente lo ocurrido el primer día, cuando se quedó solo con otro joven migrante que finalmente decidió regresar:
--¡¡Mira, Carlos!! –le gritó su amigo Félix— ven a ver lo que hay aquí, córrele!
--No, yo no quiero ver nada --Dijo Carlos--.
--Ven, córrele, apúrate es una niña…
Carlos se levantó contra su voluntad y antes de verla, tan solo por el tono de voz de su compañero, ya se encontraba temblando de miedo. Cuando observó la figura pequeña de esta niña en vestido rasgado, volteó para otro lado. Quería quitar de su mente ese espanto.
--¡Dile que se vaya!, ¡´nomás dile que se vaya!
La niña se fue riendo, con una expresión de burla, comentaría más tarde el amigo.
Cerró los ojos y de pronto ya era de día. Parecía que estaba en el sitio exacto de día anterior, pero no era así, ahora si se había desplazado. Empezaba a estar adormecido, el estómago ya no le dolía. Solo tenía sueño.
Los líderes del grupo, los polleros, regresaron, lo encontraron por la tarde casi a punto de morir. La noche la pasaron todos juntos y ahí pudo tomar algunos tragos de agua. Un trozo diminuto de carne seca le dieron a comer y se desmayó de la felicidad de haber sido localizado, pero no dijo nada, el desierto montañoso le había dejado mudo, no quería articular palabra alguna.
Por los senderos trazadas por los polleros, en 3 horas del cuarto día estaban en la proximidad de la carretera. Los vehículos pasaban a gran velocidad. Uno de pronto se detuvo, era un compacto de modelo reciente, iban algunas jóvenes rubias veraniegas trasnochadas en su interior y en medio colocaron a Carlos.
El moribundo resucitó, le dieron agua al tiempo, le pusieron arena de playa y un short de colores, un plátano fue el platillo más sobresaliente. Así, aprovechando que habla inglés el retén de la patrulla fronteriza lo cruzaron, sin que esta condición hiciera falta, dejaron atrás a dos oficiales enamorados y con una sonrisa de felicidad diciéndole al grupo “adiós”.
Millas adelante, no quería voltear, pero lo hizo y notó que en la carretera todo quedaba atrás. Montado en un automóvil con los neumáticos girando a una poderosa torque de 75 millas por hora, comprendió y solo hasta ese momento que al fin, había regresado.

Nota: Carlos había sido detenido por agentes de la Patrulla Fronteriza en San Diego durante una redada. En Tijuana no conocía a nadie y regresó porque no tiene más familia que su hermana en California. El joven Carlos sigue viviendo con su familia y ha comenzado a hablar paulatinamente después de haber recibido terapia ante los horrores vividos en la montaña. El domingo 24 de agosto 2008, Carlos fue rescatado por los polleros y puesto en su casa conforme lo acordado ($) con sus familiares.

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